Revuelto

por Miguel
A+A-
Reset

Luz nos pasó hace días el dato de Liliana, una vecina que cultiva y vende maíz, tomate, pimentón, habichuelas y otro montón de hortalizas. Queda más o menos cerca. Hay que bajar los rieles, seguir un rato en dirección al pueblo y luego voltear a la derecha por la primera entrada. Es una casa blanca con rojo. La primera que hay.

Nos colgamos las mochilas, nos ponemos los sombreros y, en medio de un sol bestial, salimos después de almuerzo. Los gatos andan dormidos en el sofá de la sala y ni se inmutan cuando cerramos las puertas.

Al llegar donde Liliana, dos perros medianos salen a ladrarnos como si nos odiaran de toda la vida. Luego sale otro más pequeño y luego otro mediano y luego otro más grande con pelo de alambre desde la casa de enfrente. Todos igual de furiosos. Con solo verlos, cualquiera diría que llevamos al demonio dentro.

Liliana sale sonriente a calmarlos y en cuestión de dos o tres palabras ya no se oye ningún ladrido. Los perros se quedan estáticos. Como si reflexionaran. Mientras tanto, Cata y yo vamos pidiendo nuestras cosas: tomate mediano, cebolla larga, maíz, zanahoria. Lo único que no hay es pimentón. Ah, y tampoco habichuela.

Antes de desaparecer rumbo a la huerta, Liliana nos señala una casa donde venden lechuga y cilantro. A continuación, Cata y yo tomamos por un camino embarrado, un poco más adelante a la derecha, y pronto estamos rodeados por eras de lechuga que van variando paulatinamente en orden de tamaño. Desde las recién sembradas hasta las más grandes, que brillan contra la tierra negra con forma de galaxias. Sin embargo, todavía no hay ninguna para la venta. De pronto la otra semana.

Al volver donde Liliana, los perros nos reciben mucho peor que antes y nos quedamos inmóviles, pendientes ante cualquier intento de mordisco. Una vez más, Liliana los calma como por arte de magia y nos entrega las verduras.

Después de pagar y despedirnos, emprendemos el regreso. Los perros alcanzan a analizarnos durante un par de segundos y enseguida empiezan a ladrar y a gruñir como si quisieran comernos. Seguro sintieron la mala energía, le digo a Cata. Ella alcanza a reírse y toma un palo, al borde camino.

Tal vez te guste