Madrugada

por Miguel
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5:14 a.m. Me levanto a orinar y a tomar agua sabiendo que será imposible volverme a dormir. Hace más frío de lo habitual y me siento bastante acelerado. Con los nervios de punta. Es increíble que, después del virus, lleve casi tres meses así.

Al principio me daba como angustia. Ya fuera por el acelere o la respiración o por el simple hecho de ponerme a pensar en enfermedades y en muertes y en ese tipo de cosas. Con el paso de los días, sin embargo, he aprendido a tomármelo con calma. Así me falte un poco el aire o sienta que no puedo quedarme quieto dentro de mi propio cuerpo. Es inexplicable, pero de alguna manera uno aprende a no pensar en el asunto. O en el peor de los casos a imaginar que en algún momento las secuelas tienen que desaparecer.

Pero hablaba de no pensar, que es en realidad lo que me mantengo haciendo al inicio de las mañanas, en esas horas en las que habitualmente solo existo en sueños.

Al salir del baño, me preparo una manzanilla caliente, le pongo miel y voy a sentarme en la mesita de afuera a mirar. Simplemente a mirar.

Los pájaros cantan y saltan y vuelan de sitio en sitio. Al occidente, el pueblo se encuentra cubierto por un río de niebla blanca y espesa que corre entre las montañas oscuras. Las formas entre las colinas más cercanas ya se adivinan con ilusoria nitidez. El viento sopla helado y los pastos vecinos, donde cosecharon fríjol hace poco, se mecen adormilados.

Me levanto a darle una vuelta a la casa y veo hacia lo alto del camino. El cerro aparece casi tan negro como si siguiera de noche. Más arriba, contra el cielo, una franja borrosa, de un inquietante gris azulado, replica la forma exacta de una montaña. Finalmente, una ráfaga de luz intensa apunta hacia la inmensidad. Enneblinada. Dispareja.

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