Amistad

por Miguel
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En uno de los tantos puentes de la autopista, Cata y yo nos bajamos del bus y caminamos hasta el parque de Guarne. Llamamos a Nati para avisarle que ya llegamos y, unos minutos después, la vemos saludarnos desde lejos, parada en una cafetería junto la iglesia. La idea es almorzar, dar una vuelta por el pueblo y luego ir a conocer la nueva casa.

El año pasado, estuvimos tres semanas en el apartamento de Nati y Juan, en Guadalajara. Y seguramente habría sido más tiempo, si la pandemia no hubiera adelantado de urgencia sus vuelos de regreso. Nosotros, por el contrario, nos quedamos revoloteando unos meses entre Jalisco, Oaxaca, Michoacán y Ciudad de México y recién volvimos en octubre.

Seis años atrás, Juan y Nati volvían de Rumania a vivir en Carlos E. En ese tiempo yo andaba con Claudia y fuimos enseguida a visitarlos. Igual que unos años antes, cuando Juan consiguió trabajo en Buenos Aires y ellos solían ir a la feria de San Telmo a comprarme empanadas de maíz. Recuerdo haber pasado con ellos una navidad que batió todos los récords de calor, en la que casi nos derretimos.

Tiempo atrás, Nati y yo empezamos juntos el primer semestre de antropología en la Universidad de Antioquia. Ella venía de Pereira y, entre otras cosas, era buena estudiante. Todo lo contrario de mí, que casi nunca iba a clase y me mantenía por ahí echando cháchara, sin menor idea de lo que había que hacer.

Una vez, de pura casualidad, me enteré de unas fotocopias que había que sacar. Así que le pregunté a uno de los pocos compañeros que conocía (Marc) y él me sugirió que más bien le preguntara a una pelirroja llamada Natalia. Esa fue la primera vez que hablamos.

Después de almuerzo, buscamos una olla sancochera por varias calles del pueblo. Nos tomamos luego una pinta de cerveza artesanal en un bar, compramos más cervezas en el D1 y, por último, vamos a la galería a coger un Willys.

El camino de la vereda corre paralelo a una quebrada. Más adelante se bifurca varias veces hasta llegar a unos rieles que suben y suben y nos dejan frente a una portada negra, donde Natalia se baja a abrir el candado.

Cuando el carro vuelve a arrancar, vemos los rieles descolgarse casi como un abismo, antes de llegar a una casa de ladrillo con un amplio corredor afuera.

Después de recorrer el lote y apreciar el bosque nativo de los alrededores, nos sentaremos en el corredor a ver pasar la tarde contra el poniente. Tomaremos cerveza, viche y pipilongo, que Natalia trajo del Chocó, y hablaremos de todo lo habido y por haber, con música romántica de fondo.

Más tarde comenzará a llover y el frío de la noche terminará por entrarnos. Seguiremos conversando otro rato en la barra de la cocina y finalmente nos iremos a dormir.

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