Formas

por Miguel
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Suele suponerse que un apunte es solo eso: un apunte. Algo que sirve para dejar registrada cualquier cosa por escrito. Ya sea simplemente para recordarla más tarde o para elaborar un asunto diferente con ella.

Muchas de las personas que escriben acostumbran llevar consigo una libreta de apuntes o algo por el estilo, como si anduvieran obsesionadas con registrar sus propias impresiones, envueltos en una especie de investigación sin fin.

Obviamente cada loco con su tema. Pero a mí, por lo menos, nunca se me ha ocurrido ir apuntando nada por ahí y, de hecho, la idea de andar pensando todo el tiempo en escribir me parece aburrida y ridícula.

Se me ocurren varias cosas. Por ejemplo. Que vivir el presente únicamente en función de lo que pueda escribirse más tarde sobre él representa una actitud mezquina e infeliz.

En primer lugar, porque al andar tan pendientes de lo que sucede, en realidad nos lo estaríamos perdiendo. Y en segundo, porque nos relacionaríamos de una manera bastante falsa con el mundo. Algo así como un espía que, en todo momento, alberga segundas intenciones.

De un tiempo para acá, el apunte ha tomado, afortunadamente, vuelos más interesantes, en compañía de todas las demás formas fragmentarias e inconclusas. Ha sabido adquirir vida propia, alejado, como ha sido su costumbre, de todo lo que huela a definitivo, pero, además, sin tener que existir en función de lo que, en un futuro, él mismo podría llegar a transformarse.

Y eso es justamente lo interesante. Poder quitarse el peso de lo definitivo sin quedar tampoco suspendido en el limbo de lo que todavía no es. Gracias a eso, se logra escribir con mayor liviandad, como si solo se tratara de letras al azar de las que uno no es responsable. Apuntar solo porque sí. Porque le nace hacerlo.

En ese sentido, últimamente he pensado mucho en mi suegro, Jairo. Entre todas las cosas que sabe hacer, se dedica a la joyería y elabora objetos con distintas aleaciones, a las que solo se encarga de brindarles unas condiciones mínimas para que puedan materializarse. Y lo curioso es que no hay forma mala. Todas funcionan y, al mismo tiempo, por su enigmática belleza, parecen sacadas del magma primigenio que alberga todas las posibilidades.

Con las palabras obviamente es diferente. Lo que no quiere decir que uno no pueda respetar un poco más las formas, tal y como se presentan, en lugar de querer modificarlas y modificarlas y retorcerlas y retorcerlas, como si ese simple hecho las convirtiera en algo más elevado.

Es un alivio poder escribir sin rumbo, dejándose llevar, sin tener que andar empeñado en otras formas futuras que solo existen en un de pronto, en un tal vez, en un imaginario que, sea como sea, nunca logrará concretarse del todo. También es un alivio poder desprenderse pronto de lo escrito. Así salió, así queda. Como una misteriosa aleación que acaba de plasmarse.

Y quién sabe. A lo mejor estos apuntes que no parecen conducir a ninguna parte vayan tomando formas secretas que no me atañen y terminen contando historias que todavía no entiendo.

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