Fiestas del Campesino. Cata y yo nos desmontamos del bus de la vereda y avanzamos hacia el parque. «Ojalá y te dure» comienza a oírse en la distancia. Suenan los requintos. Suena el acordeón. El Charrito Negro acaba de empezar.
El escenario está prácticamente recostado contra el atrio de la iglesia. Hay gente por todos lados, pero también algo de espacio, y pronto logramos acomodarnos en el costado derecho. Buena vista. Buen sonido. La primera canción llega muy pronto a su fin, y El Charrito se encarga de saludar al público del Carmen.
Bajo sus indicaciones, todos nos servimos un trago, levantamos las copas y no tardamos en vaciarlas. Mientras empieza a sonar «Cuéntale a ese», guardo la tapetusa en la jícara, y las copas de aluminio en el bolsillo de la chaqueta. La voz del Charrito Negro se nota algo cascada, apenas entrando en calor. En las pantallas, su expresión aparece serena, bondadosa.
Tras meses de lluvias al final de cada tarde, el cielo despejado resulta milagroso. Las luces suaves, cercanas al ocaso, crean una atmósfera apacible.
«Cuestión olvidada». A nuestro alrededor, cientos de expresiones se entregan a un horizonte ensoñado, que coincide con el lugar exacto que ocupa el escenario. Tiringuistinguis. Carrilera. Música de parranda y despecho, escuchada una y mil veces.
Unos cuantos brindis y canciones más tarde, un par de lágrimas se asoman por la esquina externa de mis ojos. Un raro exceso de efusividad. Una anomalía del momento. Le sirvo un trago a Cata y me tomo el mío. Guardo las copas en el bolsillo de la chaqueta y trato de esquivar cualquier efecto sensible.
«Quererte fue un error». Las luces del atardecer comienzan a reflejarse en el ambiente. Bajo su esplendor, todos seguimos alzando las copas y brindando y tomando y cantando, envueltos en esa música de nostalgia. Como si, por algún motivo fuera de nuestro alcance, no tuviéramos más opción que vivir inmersos en una gran historia de despecho y traición. Innumerables pérdidas. Dolor inesquivable, que solo puede ahogarse en el alcohol.
Él Charrito Negro es una persona cálida, sencilla, que disfruta el momento sin mayores estridencias. Su rostro está marcado por la experiencia y eso le brinda autoridad. Mientras tanto, todos tarareamos sus canciones como fantasmas hipnotizados. Letras que emanan dolores bellos y a la vez profundos. Marcas imborrables. Las únicas pruebas que deja el amor.
«Pero te vas a arrepentir». Miro a mi alrededor y vuelvo a sentir algo desmedido. Inesperado. Una sobredosis de sensación pura. De realidad reconcentrada. Al final de cuentas, eso logran transmitir las canciones y los poemas y, más aún, los instantes como este que parecen abarcar océanos de tiempo.
En cierta medida, me siento rodeado por los verdaderos protagonistas de las canciones. Expresiones cambiantes, súbitas. Miradas en trance. Anhelos. Esperanzas. Las luces de un presente feliz que, tarde o temprano, se irá por un abismo. Algún día, sin duda, este preciso instante no será más que un recuerdo proyectado en la barra de una cantina.
«Mi fracaso». Él Charrito Negro canta cada vez mejor. Me quito un par de lágrimas sin que nadie se entere. Poco después repito la operación, y Cata se da cuenta observándome incrédula, como si yo quisiera embarcarla en una simulación. Le aclaro, sin muchas ganas, que no es broma. Ella pone cara compasiva y pregunta si me estoy acordando de algo en particular. Cree que estoy despechado. Le sirvo entonces otro trago y le digo que no, que solo se trata de una exageración imposible de explicar. Tal vez el paisaje. Tal vez las canciones. El atardecer. La gente alrededor.
El cielo se va moviendo lentamente hacia la noche. Las luces del escenario adquieren protagonismo. Sin que lleguen siquiera a sentirse, al pasar por la garganta, las tapetusas reconfortan. Para entonces, una niña acaba de subirse al escenario. Los músicos empiezan a tocar. El Charrito, entretanto, sostiene el micrófono frente a ella y espera a que cante.
Cuando yo me muera, no quiero que lloren
Hagan una fiesta con cohetes y flores
Que se sirva vino y que traigan mariachis
Para que me canten mis propias canciones
Poco a poco me voy habituando a mi nueva condición desbordada. No la confronto ni le doy demasiada importancia. A partir de ahí, las lágrimas no hacen más que flotar, como una mansa película sobre mis ojos.
«No hay mal que dure cien años». Cuando menos pensamos, El Charrito Negro ya se está despidiendo. Como es de esperarse, el público no tarda en clamar: otra, otra, otra… El viejo truco que nunca falla.
—Está bien, vamos a cantar la última — dice El Charrito Negro.
«A punta de trago». Una de las más esperadas. No queda más que disfrutar estos últimos instantes. Al final, el hechizo se romperá y todo volverá a la normalidad. Las mismas calles. Los mismos caminos. Los rostros de siempre. Gente que viene, gente que va.