Hace por ahí cuatro años, Eduardo y yo andábamos tomando pola por teléfono. Él aún vivía en Australia y comentó de golpe que le gustaría volver a Colombia y montar un puesto de caldos de hueso exquisitos a borde de carretera, en las montañas del río Cauca.
Lo cierto es que en algún momento, por allá en 2005, Eduardo ya había regresado a Colombia. Acababa de graduarse como actor de teatro en Sydney y se radicó todo un año en Bogotá con la intención de explorar oportunidades en la televisión colombiana. Y no le fue nada mal. Además de conocer actrices lindas y famosas, protagonizó un capítulo en una serie de índole paranormal, en el que su personaje comenzaba a difuminarse.
Aun así, pronto se vio absorbido por un taller de poesía que descubrió en un parque. A partir de entonces, se entregó cada vez más a la escritura. Al punto de dedicarle meses enteros a una novela que, desafortunadamente, terminó en las manos de unos ladrones tailandeses durante un viaje por Asia.
El caso es que muchos años después, a escasos meses de la conversación sobre caldos exquisitos a borde de carretera, Eduardo regresó por fin a Colombia y se fue a vivir al Suroeste antioqueño. Una región que, por cierto, ha inspirado a varias generaciones de carpinteros y choriceros de su familia.
No es de extrañar entonces que Eduardo aterrizara en Jardín para trabajar en la carpintería de un primo y que luego se fuera para Bolombolo, donde dio sus primeros pasos en el mundo del chorizo, en compañía del tío Alberto.
En medio de un calor extremo, el negocio fue prosperando. Hasta que en algún momento, al mejor estilo de los embutidos, el chorizo tradicional antioqueño terminó fusionado con las tecnologías del siglo XXI. Eduardo montó un grupo de novedades choriceras por wasap y pronto comenzó a tejer las historias que componen este libro. Las mismas que acompañan hasta hoy los anuncios semanales o quincenales de sus correrías choriceras por la ciudad.
Todos los cuentos de este libro tienen que ver con chorizos. Y sobraría aclararlo, sino fuera porque se trata de una cuestión engañosa. Pues el chorizo, en una operación mágica y simultánea, no es más que una excusa para darle rienda suelta a la escritura.
A lo largo de estas páginas, el lector no dejará de sorprenderse con la diversidad de formas. Como si el inicio de cada texto fuera una puerta abierta a todos los géneros posibles. Una montaña rusa que pasa del costumbrismo de Antioquia, al delirio más absoluto y universal. Una chiva montañera que recorre los paisajes de la poesía, la ciencia, el teatro y la filosofía. Un gran amigo que se zambulle en temas cotidianos del campo y la ciudad y que termina volando entre apuntes humorísticos y trascendentales.
Como si fuera poco, también nos veremos inmersos en las geografías más disímiles y variopintas de un planeta que Eduardo conoce bastante. Llegaremos incluso a deambular por el espacio exterior y a viajar por distintas épocas.
Y obvio, ni más faltaba: nos adentraremos en el alma de un choricero experto. Compartiremos su rutina y un sinfín de reflexiones marcadas por la curiosidad. Seremos también partícipes de algunos de sus pesares y de las infaltables dudas que condimentan nuestras vidas.
Me atrevo a decir que dentro de unos siglos, si los catedráticos del futuro desentierran este libro, datarán el nacimiento de un nuevo género que, en su momento, y por simple practicidad, recibió el nombre de cuento.
Lo cierto es que hasta ahora (año 2024) los cuentos no suelen inducir hambre en el lector ni generan antojos tan específicos. Es más, al finalizar este libro, muchos lectores quedarán imbuidos por el vuelo de la imaginación y la poética, por los aromas, los sabores, los sentidos, y correrán a realizar su pedido de chorizo tradicional y de chorizo chirringo, casi sin darse cuenta. Como si una fuerza sobrenatural guiara sus actos y la diferencia entre un lector y un chorizómano no fuera más que una torpe convención del siglo XXI.
Tampoco será extraño que algunos lectores terminen visitando Bolombolo. Al igual que Eduardo, barrerán con la mirada ese paisaje extraterrestre y llegarán a sentirse poseídos por el espíritu de León De Greiff. La voz del poeta hará las veces de sombra. Resonará en los cañones, debajo de cada piedra.
Ah, también es posible que, en lo más profundo de los sueños, algunos lectores recorran Titiribí. Esa tierra mítica que tantos han oído nombrar y que casi nadie conoce.
De allá procede la mantequilla que vende Eduardo. Esa que tantas veces se agota.