Vereda El Carmen. El Retiro, Antioquia.
Cata y yo andamos conversando con mi mamá en la sala de su casa, cuando de pronto ella parece recordar algo y nos pide que la acompañemos al cuarto. Cuida entonces de apagar todas las luces y enseguida nos advierte: quiere contarnos algo, con la condición de que no se lo digamos a nadie.
Como suele suceder en esos casos, Cata y yo juramos y rejuramos lo obvio: por nada en el mundo se lo mencionaremos a nadie.
Lo primero que hace mi mamá es señalar las empinadas montañas del frente, a través del ventanal. Es difícil calcular, pero yo diría que están a unos trescientos metros de distancia.
—Hace unos días estaba aquí, tipo diez de la noche, cuando vi una luz incandescente detrás de esos árboles que tapan la montaña. Me asusté pensando que podía ser un incendio en medio del bosque y ahí mismo fui a mirar bien desde la sala.
La historia continúa en la sala, donde los árboles ya no tapan la montaña.
—Al llegar aquí —dice parada frente al balcón— sigo viendo eso que parece fuego y que de repente se muestra como una gran esfera encendida, entre amarilla y naranja, más o menos del tamaño de una casa. Y para completar comienza a moverse por la montaña en todo tipo de direcciones. Primero por donde acaban de construir esos rieles y esa casa blanca y luego por el bosque. De hecho, todo sucede demasiado rápido. Y cuando menos pienso, la bola llega a la cima y sale volando hasta desaparecer en el cielo.
—Y estoy segura de lo que vi —añade mirándonos fijamente— no vayan a creer que estoy loca.
Tras unas cuantas risas, llevo a Cata y a mi mamá de regreso al cuarto. Es mi turno de contar una historia.
—Hace por ahí cuatro años, yo estaba aquí solo, viendo una película, como a la una de la mañana, y de golpe vi unas luces de colores en esa montaña de más lejos: la que da contra el Río Toro, Y claro, como nunca había visto ninguna luz por esos bosques, me paré ahí mismo a abrir el ventanal y me quedé mirando.
—Las luces eran azules y rojas y blancas y estaban repartidas en dos grupos idénticos, como si se tratara de dos vehículos que registraban la zona. Así que de pronto no era tan raro. Después de todo, siempre hay un montón de caminos en los lugares que uno menos imagina.
—Con todo y eso, había dos cosas que no cuadraban. Primero: que así las luces se movieran entre los árboles, siempre se veían igual de nítidas. Y segundo: que ambos vehículos dibujaban recorridos inverosímiles, que difícilmente podían coincidir con algún trazado.
—Durante un rato todo siguió igual. Incluso se me fue pasando el extrañamiento y llegué a creer que las geometrías inauditas de los movimientos se debían a una simple cuestión de ángulo y distancia. Y eso fue lo más insólito de todo. Porque bastó con pensarlo, para que las luces se separaran en seis entidades distintas: dos blancas, dos rojas y dos azules, y cada una siguiera barriendo el terreno por su propia cuenta.
—Al rato las luces volvieron a juntarse, como si solo fueran dos vehículos. Después volvieron a separarse, y así sucesivamente. Para entonces, yo andaba convencido de que iban a salir volando en cualquier momento y por eso me quedé esperando durante más de dos horas. Solo que nunca pasó nada… Al final el sueño y el frío me ganaron y simplemente me fui a dormir.
Mi mamá se muestra bastante aliviada con la historia. Definitivamente, no está loca. A menos que yo también lo esté, claro está, y que seamos en realidad una familia de locos.
Después de reírnos un rato de semejante posibilidad, todos nos vamos a dormir.
A la mañana siguiente, Catalina me cuenta un sueño.
—De una manera turbulenta, imposible de describir, llego a otro planeta. Y sé que es otro planeta porque hay pedazos de naves y de cohetes repartidos por el suelo y porque la luz es azul, suave y dispersa como la de un atardecer a años luz de distancia. También hay un lago cuadrado y oscuro que refleja el paisaje. Estoy angustiada. Solo quiero salir de ahí.
—De repente oigo voces que parecen provenir del lago y aunque no logro ver a nadie, entiendo perfectamente lo que dicen: me tranquilizan, me aseguran que todo va a estar bien. Poco después aparecen volando dos mujeres-androides. Ambas son idénticas y sus ojos giran sin parar, como esferas enloquecidas entre sus propias órbitas.
—Sin mirarme ni decirme nada, me ayudan a ponerme una especie de paracaídas. Luego jalan unas cuerdas y comienzan a correr y yo me elevo enseguida como si fuera una cometa y salgo volando por encima de una montaña lejana, que parece llevarme de regreso a La Tierra. Hasta ahí me acuerdo…
—Es curioso, agrega, hace unos años, al final de una toma de yahé, cuando ya había bajado del viaje, noté que uno de los dos taitas que dirigían la toma me observaba de un modo medio extraño. Lo charro fue que al rato, de pura casualidad, pasé junto a los dos taitas y escuché al que me había mirado hacía un rato, justo cuando le preguntaba al otro por mí. Y lo más raro fue la respuesta. Porque, de pronto, como si hablara de cualquier cosa, el otro respondió que yo pertenecía a una especie que solo visitaba la Tierra de vez en cuando, para ayudar con ciertas cosas.
Jajajajajaja… Eso lo explica todo, le digo a Cata. Y ni se te ocurra contarle a mi mamá. Podría pensar que nosotros dos estamos locos y que, a lo mejor, ella también. Mejor dejémoslo así.