A la deriva

Miguel Botero

Tras año y medio de espera, se estrena al fin La casa de Mama Icha. Así que vamos al MAMM y, al finalizar la película, nos quedamos celebrando con los amigos, tomando cerveza y vino en la plazoleta de atrás.

Más tarde, como suele pasar, los amigos comienzan a irse y cada quien se encarga de ofrecernos posada. Solo que claro. A Cata y a mí nos parece que está demasiado temprano y repetimos varias veces que no, que muchas gracias, que tranquilos, que luego veremos qué hacemos.

Después nos vamos en taxi para el Centro. Nos tomamos unas cervezas en Asterión, unos rones en el Guanábano… Hasta que, de pronto, nos dicen que van a cerrar. Algo típico. De esas cosas que ya han pasado miles de veces antes, pero que por algún motivo inexplicable, o extremadamente confuso, no se ven venir y vuelven a suceder una y otra vez. Como si uno no aprendiera. O mejor aún: como si formara parte de un hechizo inevitable.

Pagamos y salimos, con dos cervezas recién destapadas. El parque está bastante solo. Los locales alrededor ya también cerraron. Igual no importa. Ha sido un día muy largo y no andamos con ánimos de ponernos a inventar nada a estas horas. Lo más fácil, sin duda, será buscar dónde dormir. Ah, pero antes hay que sacar plata.

Una cuadra más adelante encontramos los cajeros de Maracaibo con las rejas abajo. Volteamos luego por El Palo a la derecha y resulta que el cajero del Colombo no funciona. Como quien dice, lo más práctico será caminar media cuadra más y pagar con tarjeta en el Platino.

Cata y yo subimos las escalas. La chica de la recepción nos pide que esperemos un momento, mientras terminan de organizar una pieza. Y estamos a punto de sentarnos en unas sillas rojas, cuando me da por preguntar si de pronto reciben tarjeta. Y resulta que no.

A continuación, le explicamos a la chica sobre el cajero del Colombo. Ella, por el contrario, nos habla del cambio de turno a las seis de la mañana. Ante lo cual, le sugerimos dejar una de nuestras cédulas en parte de garantía, hasta que paguemos sin falta a la mañana siguiente. Pero no: que no, que no y que no.

Antes de vernos partir, la chica alcanza a decirnos que hay un cajero en el Camino Real.

—Como si fuera tan fácil a esta hora, le digo a Catalina. Ese cajero siempre me ha dado mala espina. Y encima en plena quincena. Mejor no arriesgarse. Afortunadamente, todavía nos queda cerveza.

Sobra aclarar que las calles están oscuras y solas y que parecen bastante más largas de lo usual.

— Por aquí, dice de repente Catalina.

— No, por acá, me escucho decir varias veces.

Al final, terminamos en un sitio que ninguno de los dos esperaba.

De entrada, el tipo de la recepción nos mira medio raro. Anda pegado al teléfono y, para completar, no nos determina del todo. Igual nos quedamos de pie, frente a él. Esperando.

Mientras tanto, sale una pareja de manes que también nos miran medio raro y luego otra y luego otra. Hasta que el tipo de la recepción nos comunica que solo tiene cuarto por horas. Máximo tres (horas).

Volvemos a las calles.

— Ahora sí nos embalamos, alcanzamos a pensar, y todo por no haber llamado a nadie más temprano.

— Igual no tendríamos plata ni para el taxi, nos refutamos enseguida en medio de un trago, lo hecho, hecho está y, en el peor de los casos, nos podemos quedar tomando cerveza en cualquier panadería. Ahí sí seguro que se puede pagar con aplicación.

Después de fracasar en la recepción de otros dos o tres moteles, la cerveza llega a su fin y el cansancio y la incertidumbre se comienzan a sentir en serio.

— Claro, por algo solo reciben efectivo en esos sitios, opinamos con cierto rencor, seguro son puros lavaderos de plata.

Lo bueno es que en cada cuadra aparece una nueva opción. Lo malo es que todo se va volviendo más oscuro. Y más solo.

A mitad de la siguiente calle, tocamos en un citófono. Nos responde pronto una voz de mujer y Catalina pregunta:

— Buenas. ¿Cuánto vale la noche?

— No, mi amor, aquí solo vendemos los cuerpos. Los cuartos son en el otro timbre, en el de más debajo.

— Afortunadamente, ya tenemos los cuerpos, alcanzo a decirle a Catalina.

Ella ríe y toca enseguida el otro timbre, donde no tardan en abrirnos la puerta y en darnos la buena noticia: sí reciben aplicación.

Nuestro cuarto corresponde al Lejano Oeste. Las patas de la cama son ruedas de carroza, las mesas de noche tienen forma de barriles y la pared detrás de la cama está forrada por un papel tapiz: un amplio cielo azul y una bella diligencia frente a un granero. También hay música. Televisión. Agua caliente. En definitiva, mucho más de lo que habría soñado cualquier vaquero solitario al final de una larga jornada.

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