Marc nos invita a tomar cerveza al pueblo. Después de cuatro meses, saldremos de nuevo al pleno frío de la noche. Debemos ir bien abrigados. Cuidarnos la respiración.
Toda la tarde ha hecho un sol impresionante. Esperamos entonces a que baje un poco la chispa y aprovechamos para ir tomando fotos.
En cuestión de dos o tres días, el camino veredal ha pasado del barro y los charcos más absolutos a la resequedad total. Cada moto que pasa deja tras de sí una nube de polvo amarillento.
Una hora después, llegamos al Carmen. Los últimos rayos de sol resplandecen en un par de nubes lejanas. Llamamos a Marc para contarle que ya estamos en el pueblo y quedamos de vernos en el Paraíso.
Lo mejor del Paraíso son los bafles que hay afuera y que nunca deja de sonar la música. Hoy, sin ir más lejos, nos recibe con Dire Straits.
Cata y yo pedimos un litro de Águila y dos vasos de vidrio y nos sentamos en la mesa de la esquina. Al rato aparece Marc, al fondo de la cuadra.
Me paro a pedir un vaso para Marc y aprovecho para traer otro litro. Al regresar a la mesa, siento de repente la noche, como si acabara de caer toda entera. De golpe.
Es extraño sentirse desacostumbrado a las estrellas, al viento frío, a la luz de las calles, al movimiento incesante de un viernes…
Tras varios litros de cerveza, pedimos un cuarto de aguardiente para combatir el frío. Para entonces, hemos pasado por una tanda horrible de Héroes del Silencio. Luego, sin embargo, la música mejoró: Sabú, Peter Gabriel, La Guardia, Cinderella…
Entretanto, hemos repasado sitios de Medellín a los que no vamos hace tiempo. Bares que ya no están, bares que no sabemos si están, pero sobre todo parques en los que antes se podía tomar cerveza tranquilo y en los que ahora, por el contrario, uno termina echado por la policía. Hablamos también de bares que se mantienen vacíos, de esos que nadie entiende cómo sobreviven. Ah, y también de tiendas para tomar cerveza.
Después de darle mate a un segundo cuarto de aguardiente, pagamos la cuenta y nos vamos para Bohemia, donde solo alcanzamos a tomarnos una cerveza, antes de que cierren. Por lo visto, el tiempo va de salto en salto.
Desde que tuvimos el virus, los recuerdos con trago se diluyen mucho más de lo habitual. Recuerdo de pronto que vamos a comprar cerveza a una tienda que no sabría ubicar y que luego terminamos frente a la Casa de la Cultura con unos amigos de Marc. Recuerdo que Catalina consigue un skate prestado y que termina en el suelo. Recuerdo que vamos caminando por ahí, que todo está cerrado.
Los taxis andan escasos y pretenden cobrar más de la cuenta. Finalmente conseguimos uno de precio más normal y quedamos de hablar con Marc al día siguiente.
Salimos por la vía al Santuario y el carro nos hace brincar en todas las direcciones posibles. Nada raro. Después de todo, el invierno no hizo más que abrir nuevos baches y agravar los que ya estaban. Mientras tanto, las lámparas del alumbrado público dan vueltas y vueltas sobre nuestras cabezas.
Tomamos el camino de la vereda y nos zambullimos de inmediato en una oscuridad profunda. Seguimos saltando en todas las direcciones y la marcha se hace cada vez más lenta.
Al día siguiente, no hallamos ningún recuerdo intermedio entre esa gran mancha negra que todo lo cubre y el momento en que abrimos los ojos en la cama. Afortunadamente, sin ninguna novedad.