Conversas

Miguel Botero

No acabo de sentarme en la mesa del bar y ya tengo servida mi primera cerveza. Hasta el momento solo somos tres. Todavía faltan los otros.

Cuatro cervezas más tarde, salimos por detrás de la plazoleta y volteamos a la derecha para bajar por la canalización. El mismo camino de siempre. No deja ser extraño. En este momento, podríamos tener 15 años. O 20 o 30 o 40. O todas las anteriores juntas. Lo mismo da.

Justo antes del puente de la 78, llegamos a la tienda de don Gustavo. Un lugar tan rodeado de vegetación que uno se siente lejos, muy lejos, como si anduviera de paseo en tierra caliente. O hasta en la costa.

En días de fútbol, el lugar andaría repleto de gente. Hoy, por el contrario, se encuentra abierto prácticamente para nosotros.

Pedimos una cerveza tras otra. Mientras tanto, casi todas las conversaciones giran en torno a recuerdos. En especial a historias de risa. Y si son de alguien que no está, todavía mejor. Por eso es aconsejable no faltar.

En un momento, alguien anda contando la historia más horrible de uno de los ausentes, cuando, de repente, aparece un espectro entre las sombras del follaje y, para completar, grabándolo todo con un celular. Obviamente es el que faltaba. Del que estaban hablando. Y aunque tratamos de disimular, nadie se aguanta la risa. Lo increíble es que el recién llegado no se entera de nada. Simplemente nos mira algo extrañado y pregunta de qué nos estamos riendo.

Llamamos a varios amigos que viven lejos y nos turnamos para conversar con ellos. Nos tomamos fotos y hablamos de cualquier cosa, pero siempre, en algún momento, volvemos a las viejeras. La vez que no sé qué, las vez que no sé cuánto…

Hablamos incluso de Chespirito. Nada raro. Después de todo, la Villa, como cualquier parche de barrio, ha sido lo más parecido al Chavo del 8. Demasiados capítulos que se parecen, llenos de repeticiones que suelen imprimirle más y más gracia a un mismo asunto. Están también las pequeñas variaciones, los incontables días en que no parece suceder nada, los hechos extraordinarios que marcan época…

Cuando están a punto de cerrar la tienda, pagamos la cuenta y volvemos a subir a la Villa. Acaban de apagar las luces y aprovechamos para comprar ron antes de que cierren la licorera. Luego vamos a sentarnos en las materas junto a la 80. Estamos bastante prendidos y, como suele suceder, el tiempo comienza a irse volando.

Más de uno tiene que madrugar. Poco a poco, los amigos se van yendo. Al final, solo quedamos unos cuantos. Igual que antes. Cuando uno se quedaba hasta el último trago de la botella. Y hasta más. Solo por si las moscas. Por si de pronto pasaba algo. O nada.

Siempre contando historias absurdas. Viendo pasar carros. Viendo pasar gente.

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