Por allá en los ochenta, cuando mis amigos y yo teníamos casi diez años, una niña llamada Paulina se pasó a vivir a los límites del barrio, cerca de la canalización. Tenía dulces rasgos emberá, el pelo negro y liso, y unos ojos saltarines, llenos de curiosidad. Sucedió que una noche, al pasar frente a su bloque, la vi sentada en una posición que me pareció algo extraña y me acerqué con cuidado, hasta verla dibujar un pájaro carpintero de pecho amarillo y cabeza roja, con antifaz blanco. Luego nos pusimos a hablar.
Paulina me contó, entre otras cosas, que solía ir a observar aves con su mamá al parque Los Katíos. Me contó también que las aves descienden de los celurosaurios y que Colombia es el país con mayor diversidad de ellas en el mundo, aunque muchas de sus especies se encuentran en peligro de extinción. Me explicó además que los pajareros deben ser curiosos, observadores y, ante todo, deben saber esperar. Después me habló de unos pájaros que cuelgan sus nidos profundos y alargados en lo alto de los árboles, y de cómo algunos cortejan a la hembra por medio de danzas asombrosas.
Paulina habló durante largo rato con una seguridad increíble y, poco a poco, fue tocando temas que parecían mágicos. ¿De dónde procedía el mundo? ¿Cómo había nacido la vida? ¿De dónde veníamos nosotros? Sus palabras acostumbraban moverse entre el mito y la ciencia, sin dejar de referirse a un gran misterio que lo abarca todo. Su pelo olía a flores secas y, por algún motivo inexplicable, el mundo quedó suspendido durante días en ese aroma nuevo. Tras esa noche, infortunadamente, no volví a ver a Paulina durante un tiempo.
En esa época era común que las revistas y los programas de televisión hablaran sobre temas que superan la lógica convencional. Por esa vía, mis amigos y yo conocimos la vida en otros planetas, la vida después de la muerte, la vida antes de la vida, la combustión espontánea, las desapariciones en el Triángulo de las Bermudas y el origen alienígena de las esculturas de San Agustín. Más allá de su rareza, eran temas que indagaban la vida desde una visión diferente y, en su momento, todos estuvimos convencidos de que varios de esos enigmas se resolverían muy pronto.
Con el tiempo, la llamada actualidad mundial fue apareciendo con más claridad para nosotros. Problemas que no parecían dar margen de espera y que, de manera inaudita, siguen vigentes. Guerras por doquier, millones de seres con hambre, la destrucción de los ecosistemas y la amenaza que representan las armas nucleares para cada ser vivo del planeta. Todo esto iba acompañado de imágenes terribles que formaban parte de la vida diaria. Imágenes que quedaron plasmadas en cada uno de nosotros y que conmovieron nuestras almas, por su profundo sentido de sufrimiento. El destino del mundo, de la manera más esencial, parecía en juego.
Una de las grandes desilusiones al crecer fue notar que los problemas de la llamada actualidad nacional, que experimentábamos en vivo y en directo, alcanzaron cotas tan demenciales, que terminaron por opacar todo lo demás. Y era obvio. ¿Qué sentido tenía preguntarse por el origen de la vida, cuando no se respetaba su valor? Es más, ¿qué sentido tenía preguntarse por algo, cuando las preguntas eran silenciadas a plomo o incluso con cantidades innombrables de explosivos?
Para entonces, se hablaba sin parar de la violencia como si esa palabra explicara cada posible problema del territorio nacional. De alguna manera, era como si la tal violencia fuera un enemigo externo, algo que hubiera aterrizado de golpe, del todo ajeno a las personas, y no lo que realmente es. La forma más vacía y pobre que tenemos los humanos de relacionarnos con el mundo.
Por esos mismos días, surgió otra palabra que los adultos repetían como un mantra, y que mis amigos y yo también empezamos a odiar. La palabra adolescente.
En primer lugar, no teníamos por qué saber que proviene del verbo en latín adolescere, que significa ir creciendo o madurar. En nuestros términos, se relacionaba más bien con tener algún defecto o padecer algún mal. Además, lejos del dictamen del diccionario, el verbo adolecer siempre se ha usado en el sentido de carencia.
Más allá de los aburridos significados oficiales, mis amigos y yo no estábamos tan equivocados, pues además de emitir la palabra adolescente sin descanso, los adultos alegaban como expertos, que ellos mismos ya habían tenido nuestra edad y sabían exactamente por lo que estábamos pasando. En general, cuando hablaban con nosotros, parecían dirigirse a un grupo de enfermos con altas probabilidades de cura. Enfermos que, por otra parte, solo estaban repitiendo una historia que ya había sucedido millones de veces antes y de manera idéntica.
Unos años más tarde, cuando tomó fuerza el relato dominante sobre la Colombia de los años ochenta y los noventa, mis amigos y yo sentimos algo parecido. Alguien trataba de contarnos nuestra propia historia, como si formáramos parte de una repetición infinita. En Medellín, en Cali, en el Huila, en Urabá y en el resto de Colombia, el relato uniforme sobre un contexto violento había terminado por imponer sus condiciones. A tal punto que abarcaba la historia de cada persona, como si todos fuéramos un simple derivado de su destrucción. Pero no. Todos sabíamos muy bien que se trataba de una generalización absurda. De una abstracción mentirosa, donde las voces particulares aparecían como simples víctimas que se limitaban a sufrir el mundo que les tocó vivir. En esa falsa lógica, el contexto actuaba como coro y como voz principal. Daba la impresión de ser lo único existente. Un frío suplantador de la famosa realidad.
Hablando de relatos, cualquiera sabe que la vida no siempre sucede por medio de palabras. Sin embargo, es por medio de ellas que se construye su sentido. Nuestra vida es ante todo múltiple, esquiva, inasible, misteriosa y, en ese orden de ideas, los mismos hechos y las mismas vivencias suelen adquirir significados distintos, que pueden depender de cosas tan sutiles como el tono y el énfasis que se les dé. En ese punto radica el poder de los relatos. En ordenar el mundo de cierta manera, en hacerlo parecer atractivo, verdadero y seductor, incluso cuando se trata de algo tan terrible como la guerra. Por eso mismo, nunca faltan las personas que se esfuerzan en imponer su versión de los hechos, como si expusieran la única verdad. Sin embargo, un relato único y absoluto, cualquiera que sea, siempre nace de intereses egoístas, siempre aisla y oculta y niega lo particular. Un relato único y absoluto se encarga, ante todo, de abolir matices y diferencias.
Cuando tenía dieciocho años, volví a encontrarme con Paulina en la universidad de Antioquia. Ella estudiaba biología y seguía dibujando pájaros. En aquel entonces, yo me sentía más bien perdido en el mundo y, para disimularlo, inventé que había empezado a escribir historias. No sé si me creyó. En ese momento, se limitó a decir que su mamá siempre hablaba de las semejanzas entre la experiencia de escribir y la vida de un pajarero. Ambas requerían curiosidad, capacidad de asombro, de observación y, así mismo, la tranquilidad de saber esperar, de amar el proceso mucho más que el fin.
En algún punto de la conversación, le pregunté cómo andaba su mamá, y la expresión de Paulina devino triste, frágil. Se quedó un momento en silencio y dijo que algo muy malo había pasado y que algún día me lo contaría. Dijo que en la vida hay cosas que van sucediendo poco a poco y se encargan de ir tejiendo las pequeñas tramas que forman nuestro mundo. En ese espacio de construcción es donde debemos vivir, dijo. Hay otras cosas, por el contrario, que suceden de golpe y que pueden desgarrar para siempre los tejidos que se han ido construyendo con cariño y esmero.
Paulina no me contó nada más al respecto. Solo mencionó que más allá de las adversidades, hay que tratar de seguir adelante y que, más allá de las circunstancias, el mundo merece siempre otra oportunidad.
Últimamente he pensado mucho en las palabras de Paulina y creo que tienen mucho que ver con el desengaño actual. Hay demasiadas vidas atadas a la guerra y al miedo y a las promesas vanas. También a la pobreza y a condiciones indignas de trabajo. Lo extraño es que, aun así, las preguntas certeras y los cuestionamientos necesarios dan la impresión de haber pasado a un segundo plano. Algo nos lleva a creer, por ejemplo, que el desarrollo tecnológico puede sustituir todo tipo de cuestiones fundamentales de la humanidad. O que los problemas son complejos y las soluciones, por el contrario, resultan fáciles. O que el asombro y la curiosidad son tan solo un juego de jóvenes que luego crecerán y se irán adormeciendo para terminar advirtiéndoles a los que vienen que ellos ya pasaron por eso y que, hagan lo que hagan, todo seguirá igual. Como si convertirse en seres planos, resignados y obsoletos fuera el orden natural de la vida.
Y obvio. No debe ser así. Vivir es una búsqueda, no una respuesta, y una de las cosas más valiosas de la gente joven es que no se alimenta de certezas, y sabe vivir muy bien en el mundo de los matices, de lo diverso, de lo múltiple, de lo asombroso, de lo incierto. Cuando uno es joven, es natural no saber muchas cosas. Sin embargo, de forma paradójica, sabe otras que la mayoría de los adultos pretendieron olvidar. Por eso, el simple hecho de correr riesgos, de no tener miedo a perderse, de desconfiar de los caminos seguros, de mirar el mundo con ojos transparentes y sinceros, puede ser siempre una opción válida y necesaria, al momento de ampliar la mirada y enfrentarse a los problemas que realmente importan.
La última vez que hablé con Paulina, ella estaba vendiendo sus dibujos en una feria en La Villa de Aburrá. Yo, como era habitual, andaba a la deriva, sin saber qué hacer con mis días. Ella me saludó entonces de pico en la mejilla y, después de conversar un rato, me preguntó por las historias que yo supuestamente escribía. Y claro. Aunque yo no había escrito ni medio renglón, le dije que las historias andaban por ahí y que algún día se las mostraría. Ella de todas formas pareció creerme y se alegró diciendo que lo más importante de una historia es que conmueva, que suene sincera y parezca de verdad. Por eso, de todo corazón, esperaba que las mías fueran así.
Al despedirnos, obviamente me sentí como un farsante.
Unos años más tarde, empecé escribir. Primero de forma barroca y lleno de torpeza sublime. Luego, con el paso de los días, sentí que las palabras no están hechas para embelesarse ni perderse en ellas y que, en resumidas cuentas, todo se trata de aprender a jugar para ir encontrando un mejor orden, un ritmo, una voz.
Escribir historias, como cualquier construcción, es algo lento. Uno puede llegar a desanimarse y a sentir que el propio texto no conduce a ninguna parte. Sin embargo, en algún momento indeterminado, la historia va tomando forma hasta adquirir una fuerza propia, inusitada. Las historias, de cierta manera, nacen muchas veces como voces perdidas que regresan a casa después de un tiempo. Hay en ellas algo simple y muy poderoso, que me hace pensar en dos preguntas que dan nombre a un cuento de Joyce Carol Oates. ¿Dónde has estado?, ¿para dónde vas?. Dos preguntas bellas y esenciales. En medio de ellas está el presente. El camino de los días. El sentido de cualquier historia. Muchas gracias.
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