Empecé diciendo que antes de los paisas estuvieron los indígenas. Enumeré tribus como los tahamíes, nutabes, chocóes, pantágoras, urabáes, cunas, ebéjicos, ituangos, peques, nores, guacas, aburráes sinifanáes y quimbayas. Hablé de su localización geográfica y terminé describiendo los innumerables paisajes que componen el escarpado y, a la vez, planísimo (dos terceras partes de su territorio) departamento de Antioquia.
Provisto de cierto afán cronológico, pasé a la llegada de los españoles. Hablé de Vasco Núñez de Balboa, Jorge Robledo, Gaspar de Rodas, Francisco de Herrera Campuzano y de los primeros pobladores europeos de la región, casi todos provenientes de Extremadura. Describí los constantes asedios nutabes a la primera fundación de Santa Fe de Antioquia, así como la llegada de los primeros esclavos de África. Ah, también mencioné otro hecho innegable: la Provincia de Antioquia fue poco relevante durante la era virreinal. Solo destacó un poco en el ámbito minero y fue bastante pobre.
Aunque busqué alejarme un poco de las garras históricas, yo mismo me leí diciendo que desde 1800, con la fundación de Sonsón y luego la de Aguadas (1808) y Abejorral (1811), los antioqueños emergieron de sus montañas y se dedicaron a fundar una cantidad insólita de pueblos y ciudades por todo el Viejo Caldas, el norte del Valle del Cauca y del Tolima. En este orden de sucesos, miles de hectáreas cubiertas de monte se transformaron pronto en minifundios familiares, especialmente de café. También se comerció con oro y con tabaco. La suma de todo esto impulsó gran parte de la economía nacional, permitiendo una acumulación de capital que luego derivó en la industrialización de Antioquia y en nuevas vías de comunicación terrestre, fluvial y ferroviaria.
Después de páginas y páginas noté que el escrito se iba alargando más de la cuenta. Y no solo eso. Sino que, además, me invadía la irremediable y extraña sensación de haber enumerado demasiados hechos históricos, sin conseguir llegar a una época remotamente cercana.
Desprovisto por completo de imaginación, procuré alejarme de nuevo de los eventos históricos saltando en el tiempo de la manera más fácil y rápida posible. Para lograrlo, no tuve mejor idea que buscar en Google las características más usuales de los paisas y estos fueron los resultados: simpáticos, alegres, entradores, cómicos, sinceros, habladores, recursivos, trabajadores, madrugadores, arriesgados, cariñosos, piadosos, aventureros, enamorados, detallistas, familiares, católicos y muchos otros calificativos más. Todo esto en cuanto a los hombres, claro está. Si copiara y pegara los adjetivos que aparecieron sobre las mujeres, encontraríamos algunos de los recién mencionados y otros que, si bien tuvieron cierto sentido en una época, han quedado algo obsoletos y anacrónicos y, por lo tanto, han derivado en otros completamente distintos y muy diversos. Solo que, claro: nada más cómodo que juzgar las épocas pasadas a la luz de los valores y los saberes actuales. El famoso sesgo retrospectivo. Así que no. En ese punto más bien me detuve y no seguí por ahí.
Con todo y eso, me quedé pensando en el tema de los imaginarios que suelen formarse en torno a los grupos humanos. Mucho estereotipo, mucha generalización. Algo de mito, algo de cierto. Sin embargo, más allá de la desconfianza que llegan a producir este tipo de idealizaciones, nadie puede menospreciar una empresa tan formidable como la colonización antioqueña. Una epopeya surgida del mestizaje y de unas esforzadas y precarias economías de subsistencia, que tuvieron lugar en unas montañas aisladas durante siglos. Un momento mágico en el que sus habitantes tuvieron la fuerza y el arrojo necesarios para salir de sus valles, cañones y altiplanos y, en cuestión de décadas, pasar a jalonar buena parte de la economía y el desarrollo de una nación.
Como si no hubiera aprendido nada a lo largo de las cientos de páginas anteriores, otra vez me dio por seguir avanzando en el tiempo, con la terca idea de llegar a una época más actual.
Hablé de cómo Medellín se consolidó en un verdadero centro de poder político y económico, al punto de ser nombrada capital provisional, durante los violentos sucesos del Bogotazo, con el respectivo traslado del Presidente Mariano Ospina Pérez a la ciudad. Si no estoy mal, creo incluso que retrocedí unos años y llegué a extenderme bastante en la muerte de Gardel. Solo que de pronto, y sin motivo aparente, me pareció entender que las fuerzas que mueven a Antioquia no son una simple cuestión lineal y cronológica, sino más bien una especie de ciclo constante en el que esas mismas fuerzas no paran de alimentarse y de chocar entre sí.
Porque es verdad. Hubo primero una época de aislamiento y precariedad en la que Antioquia encontró sus rasgos distintivos, en los accidentados paisajes de sus montañas. Luego vino una era de expansión y desarrollo, en la que esos mismos rasgos distintivos se potenciaron de una manera abismal, al entrar en contacto con el resto del mundo. Desde entonces, creo que esas dos fuerzas conviven. Como si Antioquia jugara unas veces a encapsularse en el orgullo inquebrantable de sus propios valores. Y otras, por el contrario, abriera sus miras al mundo para potenciar sus fuerzas y seguir aprendiendo.