Hace dos años me había pasado exactamente lo mismo. Empezaron fallando ciertas combinaciones de shift y control y alt y mayúsculas, pero como casi nunca las usaba, no les paré ni bolas.
Varias semanas después, comenzaron a molestar algunas letras de la parte central: nunca las más usadas y solo de manera esporádica. Como si una mota de polvo o unos granos de arena se hubieran atascado entre el contacto y solo fuera cuestión de zarandear el computador para que todo volviera a la normalidad.
Luego, el problema pareció detenerse por unos días y me olvidé por completo del asunto. Lo que no impidió que los daños siguieran escalando en silencio y que, de un momento a otro, las mismas teclas comenzaran a fallar con mayor insistencia y convirtieran la escritura algo en verdad difícil. Interrumpido. Desesperado. Como cuando uno quiere gritar en un sueño y solo le sale un balbuceo ahogado que se apaga enseguida.
Para entonces, el teclado parecía burlarse de mí. Solía empezar dócil en la mañana y, de repente, cuando yo estaba logrando entrar en materia: ZAS… Me tiraba el primer zarpazo con alguna de las letras menos usadas y comenzaba luego a mandar combinaciones cada vez más complejas, que hacían de la escritura algo indeseable. Imposible.
En ese tiempo yo vivía en Santa Elena, unos mil metros más arriba de Medellín, y solía albergar la esperanza de que el teclado amaneciera mejor al día siguiente para no tener que bajar a la ciudad en busca de un servicio técnico.
Por motivos inexplicables, era una buena táctica. Pues no era sino pensar en la posibilidad de armar viaje a Medellín, para que las teclas volvieran a funcionar con normalidad y siguieran así durante varios días, casi que en actitud de mascotas regañadas.
Con la llegada de las lluvias, sin embargo, todo cambió. Las fallas se extendieron hacia algunas letras de los extremos como la R, la S, la A y la E que, por cierto, a punta de tanto de y que y en y el y me y se termina posicionada como la más frecuente del español, pese a que la A se encuentra presente en una mayor cantidad de palabras.
A propósito del tema, recordé también que existen al menos dos libros que no usan la letra E ni una sola vez y el simple hecho de pensar en gente tan ociosa alcanzó a aliviarme por un momento.
Ya después me quedé un rato medio hipnotizado frente al teclado y volví a descubrir una de esas cosas obvias que a veces a uno se le olvidan: que varias de las letras más comunes se encuentran en los extremos del teclado y que, debido a eso, al momento de escribir, las manos y los dedos y los brazos y hasta los hombros y la espalda se terminan moviendo mucho más de lo necesario.
En realidad, nunca me había parecido tan absurdo como en ese instante. Así que en lugar de seguir peleando con el teclado, me puse a investigar el origen de semejante disparate.
Resulta que las teclas de las primeras máquinas de escribir estaban dispuestas en orden alfabético, lo que, obviamente, no deja de ser un orden aleatorio, sin ninguna relación con la frecuencia de uso de cada letra. Con todo y eso, los usuarios de esas primeras máquinas consiguieron escribir a mil por hora. Con tan mala suerte, que la velocidad de retorno de los tipos no resultó ser lo suficientemente rápida y siempre terminaban enredados los unos con los otros. Todo un inconveniente que los fabricantes se encargaron de solucionar pronto, separando al máximo las letras más utilizadas en inglés y ubicando algunas de ellas en posiciones de difícil acceso.
Como era de esperarse, a nadie le gustó. Hubo todo tipo de quejas y protestas, que los fabricantes no tardaron en solucionar recurriendo a falsas bases científicas que casi todo el mundo dio por ciertas. Así que, en resumidas cuentas, el teclado más usado en la actualidad está pensado para que el acto de escribir sea lo más complicado y lento posible. Y encima en inglés.
La historia me resultó bastante curiosa y todo lo que se quiera, pero no me sirvió de nada. Al contrario. Cuando traté de escribir nuevamente, las letras más usadas del español redoblaron su apuesta, y su funcionamiento se tornó tan desconcertante como si titilaran bajo el hechizo de un demonio electrónico o de algún virus informático que buscaba enloquecerme.
A veces, de hecho, el juego macabro resultaba tan evidente, que yo terminaba riendo como un demente en un balcón helado, mientras el radar del aeropuerto giraba sobre la montaña vecina como si nada.
Durante un par de semanas, todo siguió más o menos igual. Las teclas jugaban, parpadeaban, agonizaban, morían, resucitaban, volvían a la normalidad y, mientras tanto, la lluvia no dejaba de caer a cántaros. Tanto así que terminó por llevarse un pedazo de barranco en la curva más empinada del camino y, a partir de entonces, el paso de los carros quedó cerrado por completo. Se formaron lodazales, el agua arrastró piedras de todos las formas y tamaños y solo fue posible transitar con botas pantaneras, durante las escasas horas en que mermaban los arroyos.
En medio de esa especie de encierro, mis ideas se fueron haciendo abstractas, casi ajenas, como si volaran en una especie de tránsito hacia los sueños. Por momentos me vi a mí mismo repitiendo, una y otra vez, ciertas palabras conocidas hasta que sonaran absurdas. Y muchas veces, incluso, me llegué a preguntar si en lugar de ser como eran, no quedarían mejor con una o dos letras de más. O de menos.
Una mañana helada, cuando las lluvias ya empezaban a calmarse, la barra espaciadora también empezó a fallar y algunas palabras se volvieron tan largas e impronunciables como si se tratara de un trabalenguas definitivo. No tuve más remedio, entonces, que devolverme cada dos o tres renglones a separarlas y comencé a pegarle cada vez más duro a la barra espaciadora, con la intención de dañarla de manera definitiva. Pero claro. Una vez más, solo fue cuestión de pensarlo, para que el teclado volviera a ser obediente y me regalara un par de días de escritura fluida, agradecida, feliz.
Finalmente llegó el día en que tres o cuatro teclas sacaron la mano por completo y tuve que bajar a Medellín a que alguien me cambiara el teclado.
Y bueno. Por eso decía que hoy me pasó justamente lo mismo. Porque después de haber peleado con las teclas durante semanas y meses de lluvias y caminos embarrados, unas cuantas sacaron la mano por completo.
En el servicio técnico del pueblo acaban de decirme que tendré que esperar varios días por el repuesto. Esta vez, afortunadamente, coincidió con las vacaciones.