Sombras en la oscuridad

Miguel Botero

A veces siento que en el fondo (y también en la superficie) no sé de qué trata mi propia vida. Y eso que, en ese mismo sentido, ha habido épocas peores. En las que realmente no entendía nada en absoluto y, sin embargo, me las arreglaba para seguir adelante, entre una densa selva de indeterminación que, de hecho, por aquel entonces, era el único camino conocido.

Ahora es un poco distinto. Claro. Sobre todo porque se supone que hay ciertos rumbos ya resueltos. O medio resueltos. O, por lo menos, no tan disolutos como la errancia casi total de antes. Y digo se supone porque uno mismo ha tomado ciertas decisiones (así sea sin saberlo) y, de alguna forma, es como si ya hubiera visto suficientes cortos de su propia película para saber más o menos por dónde va la cosa.

Pero al final resulta que no. Porque en el fondo (y también en la superficie) todos nos volvemos especialistas en dar respuestas cómodas que, al parecer, satisfacen a los demás, incluyendo, más que nada, a todas las distintas personalidades de uno mismo. Esas que brincan sin problema de una cosa a la otra y que a veces se muestran seguras e implacables para, un instante después, dejarnos clavados frente a la más pura incertidumbre.

Y no se trata de estar aburrido ni nada por estilo. Se trata, más bien, de verse a uno mismo como algo impredecible que no sigue ningún plan ni nada parecido. No sé si me explico. Si es que acaso, sin saberlo, estoy tratando de explicarme.

Cuando miro hacia el pasado, por ejemplo, no deja de ser extraño el camino que se vislumbra. De repente, las cosas que en un tiempo parecían un caos absoluto adquieren un gran sentido. No digamos total, pero sí un sentido con gracia. Como si muy en el fondo (y también en la superficie) existiera una especie de intención oculta. Una intuición. Una terquedad insaciable, con cierta dosis de sensatez.

Sin embargo, luego miro bien y descubro que no necesariamente. Porque las claridades son más que todo ilusiones. Y uno sobre todo inventa cosas. Y arma cuentos. Y tiene la capacidad de convertirse en un tramador, incluso para sí mismo.

Y así como ahora no entiendo de qué trata mi propia vida, mucho menos entiendo sobre qué estoy escribiendo. Porque no quiero mentir. Justamente. Dando respuestas cómodas, brindando esa ilusoria sensación de claridad. De sentido. Eso de lo que, supuestamente, tantas veces trata la escritura.

Pero no. Hoy no es de esos días en que uno procura limpiar el rastrojo para que reluzcan ciertas flores. Todo lo contrario. Se trata más bien de emborronar y de tachar y de manchar incluso lo que ya parecía prístino. Es un día para zafarse de los rumbos trazados con anterioridad. Para complicarse la vida y desligarse de tantas cosas que solamente hacen bulto.

Es más: si aún escribiera en papel, hoy sería sin duda uno de esos días en que quemaría todo lo escrito sin habérselo mostrado a nadie. Y si, de pronto, en el peor de los casos, alguien pasara por la entrada de mi casa y se le ocurriera preguntarme de qué trata mi vida, simplemente le diría que no sé. Que no tengo la menor idea. Y no me importaría en lo más mínimo.

Luego me quedaría mirando hacia el pueblo y vería cambiar las últimas luces del día hasta que las montañas y el cielo se tornaran en sombra. Poco a poco, mis pupilas y el resto de mí mismo nos iríamos acostumbrando a la oscuridad. Las manchas negras a nuestro alrededor se irían diferenciando las unas de las otras y, más tarde, adquirirían formas impensadas. Como si en el fondo (y también en la superficie) solo fuera cuestión de esperar…

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