Es curioso cómo cambian las cosas. Un día alguien escribe algo sobre un momento reciente y se le puede llamar apunte, por ponerle cualquier nombre.
En cambio, alguien escribe muchos años después sobre ese mismo instante y el tiempo transcurrido lo tiñe todo de quién sabe qué, lo asienta, como llaman algunos, y de repente se supone que ya tiene otro valor, llegándose al ingenuo extremo de creer que puede superar al propio momento vivido.
Pero no seamos tan exagerados. Más bien preguntémonos qué es lo que tanto cambia cuando escribimos o contamos algo inmersos en el momento y, por el contrario, al hacerlo después, cuando casi todo se ha olvidado y solo queda una leve sensación apagada, junto a un par de detalles nimios.
Y quién sabe. A lo mejor sea justo eso. Como si se tratara de una puerta a punto de cerrarse y uno terminara aferrándose a ese último resquicio, a ese último vestigio de recuerdo, que por algún motivo sobrevivió a todo lo demás, y luego procurara armar algo con eso.
Y es que, en realidad, no hablo solo de la escritura. Más que nada, me llama la atención el modo en que uno vive. Como si, en cierto sentido, uno se pasara valorando las cosas a destiempo. Siempre después. Y fuera tan lento, tan lento, que solo tuviera la capacidad de darle cierto orden y sentido a las cosas, en el traslúcido mundo del recuerdo.
Por poner un ejemplo. Como si yo no fuera capaz de contar ahora que acabo de llegar con Cata en bus desde el pueblo y que nos recibieron los gatos en el corredor de afuera, mientras un par de aviones sobrevolaban el cerro. Y que a pesar de que veníamos pensando en las infinitas nubes negras que habíamos visto desde el pueblo, nos encontramos con un cielo despejado y cubierto de estrellas y etcétera y etcétera. Y a cambio tuviera que esperar años y años para valorar este momento y comprenderlo, supuestamente, como parte de una historia mucho más larga y compleja que ahora ni siquiera entiendo.
Y no sé. En ese futuro hipotético, seguramente lo habría olvidado casi todo. Los aviones, las nubes negras, los gatos en el corredor. Pero me bastaría, en cambio, con mezclar ciertos aspectos de distintas noches para recrear un momento manipulado y, en apariencia, cargado de sentido. Podría además sumarle ciertos detalles como un viento helado y una constelación de globos a lo lejos y un búho que me observa con sus ojos enigmáticos desde el portón, como si no importara otra cosa que ir decorando una imagen.
O mejor aún. En aquel futuro hipotético, podría usar los últimos vestigios de este mismo instante para mezclarlos con otros de otras gentes y otros tiempos y tratar de encaminar una historia inventada, con personajes que salieron de quién sabe dónde y que, tal vez, se parecerían mucho a Cata y a mí, así no tuvieran absolutamente nada que ver con nosotros.
También es posible que este mismo instante, contado a partir de sus ruinas, dé la impresión de haber sido vivido por muchas otras personas a lo largo del tiempo. Al final de cuentas, ¿quién no ha regresado a su casa? Y sin embargo, por algún motivo que nadie sabe explicar, anhelamos un par de detalles precisos para dotar a las historias de un significado profundo, indeleble. Un par de elementos perfectamente calculados, perfectamente dispuestos, y así, a lo mejor, lograr conmover a ciertos lectores desprevenidos.
No faltaría, por ejemplo, quien equipare la lectura con ciertos aspectos de su propia vida. Habría también algunos que, al leer, verían como si una simple película pasara frente a sus ojos. Otros, por el contrario, sentirían que sus propias vidas están siendo leídas por las palabras de la página. Mientras que muchos, por otra parte, tendrían la sensación de que aquel instante no sucede solo en palabras, sino que se trata de algo supremamente real, absurdamente real, como lo que tantas veces sucede en sueños.
Y ese, justamente, es el asunto con las palabras. Que una vez unidas ya no dan la impresión de haber sido traídas desde distintas partes, ni de haber sido calculadas, manipuladas y pasadas por distintos solventes hasta generar reacciones irreversibles de las que surgen un sinfín de ilusiones veraces.
Yo diría, entonces, que con el tiempo, y a pesar del olvido creciente, uno se las arregla para dotar a cualquier historia de una mayor precisión, para que el lector se deje obnubilar por dos o tres detalles, así, en el fondo, sea él mismo quien se encarga de completar lo que hace falta y termine recreando todo en su mente con mucha mayor fuerza que si aquello estuviera sucediendo frente a sus ojos en ese preciso instante.
Y tiene lógica. Claro. Sobre todo porque se le quita el peso de la simultaneidad y el caos habitual en que ocurren las cosas. Esas mismas que suelen suceder junto a nosotros, dotadas casi siempre de una extraña carga de irrealidad.
Y por eso lo decía al principio. Es curioso cómo cambian las cosas. Porque la mayoría de las veces los sucesos diarios parecen seguir su curso normal y terminamos profundamente involucrados en nuestra propia inercia. Sin apreciar las cosas como es debido y, encima, quejándonos por asuntos insignificantes, como si un demonio se empeñara en sabotear nuestros mejores momentos y nos nublara hasta el más bello panorama con todo tipo de reproches.
Y ese, diría yo, es uno de los asuntos con las historias. Que podemos ir a nuestro ritmo y que no son más que una especie de simplificación que nos permite depurar el ruido y el ripio de todo lo que acontece en simultáneo. Nos brindan orden e ilusión de orden. Lo que no deja de tener algo de loco o de raro o de triste o como se le quiera llamar. Porque, de cierta manera, es como si a nosotros solos, por nuestra propia cuenta, nos fuera casi imposible anticiparnos a la nostalgia. A lo que perdurará de una época. Incluso de un momento. Y en definitiva, del perpetuo instante que tanto se nos escapa y que, paradójicamente, tratamos de capturar después, mucho después, en el tan mentado recuerdo.
Así que como diría Porfirio, hay vidas en que somos tan lentos, tan lentos, que vemos pasar las cosas sin darnos cuenta. Y también hay vidas en que somos tan raros tan raros que pretendemos regocijarnos más de las cuenta en los recuerdos. Solo que al final somos tan locos, tan locos, que creemos entender algo. Como si captáramos, al fin, la resplandeciente luz apagada de un instante perdido en el tiempo.