Vacuna

A los que vamos llegando nos mandan arriba, a las gradas del coliseo Iván Ramiro Córdoba, donde un vigilante nos espera para escribirnos un número en la mano con marcador rojo: 63, 64, 65, 66…

Mientras espero a que llamen mi número, me dedico a contar las sillas que veo en la parte de abajo. Ocho filas con 16 sillas cada una. Afortunadamente, más de la mitad están vacías. Quién sabe cuánto faltará.

Mucho antes de lo esperado, me encuentro sentado junto a una señora en una de esas sillas. Una enfermera no tarda en acercarse a nosotros, despacio, arrastrando una mesita metálica llena de cosas. Nos explica los pormenores del procedimiento y nos pregunta si tenemos dudas. Ambos respondemos que no y enseguida nos chuzan. La mitad del frasquito para mi vecina y la otra mitad del frasquito para mí.

Después de tanto tiempo leyendo noticias sobre este bicho y de escuchar una cantidad absurda de opiniones y datos sobre la pandemia y, encima, de haberme enfermado, solo pienso de repente en los posibles efectos colaterales que puedo llegar a sentir entre hoy y mañana.

Más allá de eso, no pienso en nada. Ni en la vida, ni en la muerte, ni en toda la gente que podría haber vivido más años de haber tenido la oportunidad de vacunarse. Tampoco me siento más tranquilo ni nada por el estilo. Todo lo contrario. Tengo la insólita sensación de que todo sigue igual.

Quién sabe. Puede ser que después de esperar tanto tiempo por algo, el acontecimiento se torne algo irreal y bastante alejado de lo que uno imagina. O puede ser también que ya tuve el bicho y todavía sufro las consecuencias y, en ese sentido, le quité bastante el misterio.

Al salir del coliseo, llamo a Cata para contarle. No me dolió ni poquito. Igual, por si las moscas, ya voy de regreso. Tomo entonces el camino que conduce a ese puente rojo de madera que parece el motivo de un rompecabezas. Toda la vida lo he visto y he querido pasar por ahí.

Me detengo en la mitad del puente a mirar el río. Tras una sutil caída salpicada de piedras, el agua resuena con fuerza. Hacia arriba corre oscura, de un color marrón, mezclado con los tonos verdes que reflejan los árboles. Hacia abajo, en cambio, la opacidad del agua se deshace en veloces hilos blancos de espuma que se precipitan en torno a un sauce.

Alguna vez me contaron que, hace ya un tiempo, el río Negro era, en efecto, completamente negro, debido a la cantidad de chachafrutos que crecían a lo largo de su cauce y cuyos frutos, al caer agua, teñían las aguas de un tono tan oscuro que el mundo se reflejaba de manera fiel. Como en un espejo.

Veo pasar un par de niños de la mano con su mamá. El cielo está despejado y el sol golpea con todo. Sinceramente, creí que me vería invadido de sensaciones más intensas y novedosas. En este momento, sin embargo, solo pienso en ir a comprar un jugo de naranja. Tampoco es raro. Después de todo, no es más que un día cualquiera en el planeta Tierra. De los buenos, afortunadamente.

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