Semitonos

Igual no sé… ¿Qué era lo que estaba diciendo? Ah, sí… Que a pesar de no ser tan anómalos, no dejan de mostrarse raros, inexplicables y medio esotéricos, esos días en que uno empieza a escribir y las cosas fluyen como por arte de magia y, además, terminan encontrando todo tipo de lazos inesperados.

Solo que claro. Hay días en que no sucede. Días en los que uno empieza con cierta claridad y nota de golpe que los posibles hilos se van disolviendo, hasta no dejar otra cosa que enredo y dispersión. Creo que justo en esa parte me perdí. Cuando iba a añadir, de hecho, que perderse en la escritura llega muchas veces a ser divertido y que lo realmente desanimante, en muchos casos, es volver sobre los párrafos ya escritos y descubrir que, por algún motivo perturbador, el tono resulta impostado, mentiroso, falto de vida.

El otro día, por ejemplo, empecé a escribir acerca del cigarro pensando que dominaba el tema sin inconvenientes y que me bastaba empezar contando que a los trece años era capaz de fumarme dos cajetillas enteras, sin dejar de prender un cigarro con el siguiente. Pero sucedió que no. Cuando releí, el tono me pareció demasiado simpaticón. Como si yo mismo buscara agradar a toda costa, en lugar de transmitir la desesperación misteriosa que me invadía por esos años.

También es cierto que, más allá del tono, me pareció ridículo andar hablando tanto de mí mismo y, peor aún, contando historias requeteviejas que ya conozco de memoria, como si mis últimas pinceladas de imaginación acabaran de diluirse por completo.

Aun así, varios días después volví a caer en el aburrido tema de hablar de mí mismo. Cuando fui a ver, andaba exponiendo mis hábitos de lectura preguntándome, entre otras cosas, cómo era posible que la gente tuviera que usar separadores, con la intención de no perderse en las páginas de un libro que supuestamente andan leyendo. Y obvio. Luego el tono tampoco me gustó y me hizo sentir como un narrador lleno de obviedades y de ocurrencias sin gracia.

No había terminado de censurarme a mí mismo, cuando me sorprendí alabando a Condorito. Diciendo que junto a Ásterix, Tintín y Lucky Luke sigue siendo uno de mis grandes ídolos. Cómo andaría de exagerado y de perdido, que terminé por inventar que, unas noches atrás, había tenido sueños en ese bello formato de tres tintas. Hablé también de la mágica capacidad de Condorito para interpretar miles de roles posibles, desde millonario hasta caníbal, sin perder su esencia clasemediera y una vida propia que todos conocemos a la perfección.

En ese punto me detuve. Luego, al releer lo que llevaba, el tono volvió a parecerme horrible. Me sonó trillado, demasiado a mí mismo, y terminó por desanimarme con el escrito. Después de todo, hay días en que uno anda sumamente cansado de sus propios gestos y de sus propias mañas y, por más que lo intente, no abandonará ese frío torbellino de insatisfacción.

Más adelante, retomé de nuevo el tema de la lectura y no se me ocurrió nada mejor que hablar sobre el modo en que aprendí a leer y a escribir. Y aunque no me interesa repetirlo, el asunto puede resumirse de una manera muy sencilla. Un día llegué a un colegio nuevo, en otro país, donde los compañeros hablaban otro idioma y, a diferencia de mí, ya sabían leer y escribir. Como quien dice, tuve que aprender a la brava. Por ósmosis y difusión.

Infortunadamente, el tono volvió a molestarme. Me pareció algo arrogante y cansino y, al final, mi pobre voz no tuvo más remedio que esconderse, hastiada, entre sus propias sombras, como si acabara de oír una grabación hyper estridente de sí misma y prefiriera no volver a sonar de ningún modo. Algo entendible, claro está. El acto de escribir implica, entre otras cosas, pasársela oyendo insospechados ecos de uno mismo.

Así que es cierto. Por más que los días de escritura fluida sean un asunto medio esotérico, se trata también de algo que todos hemos experimentado en otros ámbitos. Días en los que uno se levanta menos afinado que otros, y ese hecho innegable se termina notando más de la cuenta en asuntos que requieren pulso, equilibrio y precisión.

De un momento a otro, me sorprendo a mí mismo hablando del tono en la escritura. Diciendo, por ejemplo, que es la mejor manera de ecualizar una amplia gama de pensamientos, sensaciones y sentidos. Cada énfasis, cada pausa, cada omisión. Un amplio repertorio de mecanismos invisibles, que marcan la diferencia al momento de no sonar demasiado a esto, ni demasiado a lo otro.

Al releer el escrito, sucede lo inevitable. El tono para referirme al tono no me agrada ni poquito. Suena rimbombante y vacío, y me hace sentir que nada puedo hacer al respecto.

Al final me resigno sabiendo, perfectamente, que hay días así. Días en que las cosas no fluyen como uno espera y las frases se comportan de manera errática, sin llevar a ninguna parte, y el acto de escribir termina convertido en un espiral de alharaca interna, del que uno solo pretende huir.

De todas formas, ese ya es otro tema. Cuando uno siente que los textos propios no son más que ruido y que, en definitiva, más vale la pena callarse por escrito y abandonar. Y quién sabe. A lo mejor exista una palabra para eso. Algo así como el silencio de la escritura. Lo que nadie estaba diciendo. 

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