Ante la primera claridad del cielo, Lulul empieza a revolotear por la cama y por el cuarto. Luego, quién sabe cómo, considera que dio suficientes vueltas y se acerca a tocarme la cara con una de las patas de adelante, mediante una delicadeza insuperable.
Cuando menos pienso, me estoy levantando. Lulul y Rosalía salen disparados delante de mí, rumbo a la cocina. Ambos alcanzan a maullar, mientras les sirvo el desayuno.
Hago tinto en la cafetera y voy a sentarme afuera. Desde anoche, no ha parado de llover. La mañana está helada.
Como cosa rara, me pongo a leer artículos y noticias. En Argentina, por ejemplo, acaban de prohibir la enseñanza del tal lenguaje incluyente en las escuelas. Y digo tal, porque se trata de un discurso, no de un lenguaje. Mucho menos de una lengua. De hecho, salvo ciertos casos, lo que debe tratar de cambiarse son los discursos y las acciones, no las palabras, que para colmo se mandan solas.
Por si las moscas, busco una pequeña duda en internet y me sirvo otro tinto.
«La lengua es el sistema de signos orales o escritos que utilizamos para comunicarnos dentro de un grupo. El lenguaje, por su parte, es la capacidad de todos los seres humanos de comunicarnos mediante signos para expresar nuestros pensamientos».
Vuelvo a lo mío. También digo tal, porque la capacidad linguística nos permite hacer dos operaciones en simultáneo: incluir y excluir. En términos de lenguaje, no existe una cosa sin la otra. De lo contrario, sería imposible comunicarnos.
A menos, claro, que a estas alturas del partido alguien se inventara algo tan novedoso como el lenguaje comunicacional, y toda la historia de la humanidad fuera un simple malentendido (esto último, sin embargo, no puede descartarse).
La lluvia empieza a caer con más fuerza. Increíble andar pensando en temas tan aburridos desde temprano. Algo debe andar mal conmigo. Infortunadamente, mis ideas suelen moverse en círculos y no resultan fáciles de espantar.
Se me ocurre algo que leí alguna vez: que mientras uno se haga entender, no hay formas incorrectas de expresarse. Lo demás son remilgos. Ganas de discriminar. O de joder.
Después de varios tintos, me descubro discutiendo con varias voces imaginarias. ¿Mi principal observación? Que el discurso incluyente no es para nada rebelde. Mucho menos revolucionario. Todo lo contrario. Es más bien institucional. Tipo presentación de discursos oficiales.
La lluvia amaina. Me tomo medio pocillo de tinto y trato de quitarme el tema de encima. En lugar de eso, recuerdo haber leído que, en la misma Argentina, hace años, algunas personas llegaron a la conclusión de que el vos no era adecuado y lograron imponer la enseñanza exclusiva del tú y el usted desde la escuela primaria. ¿Resultado? A excepción del «como vos quieras» que suelen usar ahora los argentinos, todo volvió a la normalidad.
Acaba de escampar. Rosalía pasa corriendo por encima de Lulul y se encarama por el tronco de una palmera. Al legar arriba, se acuesta encima de una gran hoja y se queda mirándome. Menos mal que no sabe las cosas tan absurdas en que ando pensando. De lo contrario, solo podría llenarse de compasión.
Varias cortinas de agua cubren las montañas en el horizonte. Llamo a Lulul y aparece enseguida por el cultivo de maíz, antes de venir a revolcarse en un tapete junto a mí.
Hablando de verdaderos lenguajes, no deja de ser increíble que Lulul y Rosalía reconozcan sus nombres y vengan casi siempre que los llamo. Definitivamente, nada como la vieja y querida capacidad: la parte natural del asunto.
Me sirvo otro pocillo de tinto y abro Wikipedia para sumergirme en las antiguas discusiones entre naturalismo y convencionalismo lingüístico.
Busco a Crátilo, un discípulo de Heráclito, que llevó los postulados del baño en el mismo río mucho más lejos que su maestro, al decir que uno no puede bañarse ni tan siquiera una vez en el mismo río, pues todo se halla en constante transformación.
Con ese tipo de pensamientos, cualquiera vuela.
Dice la leyenda, además, que Crátilo aplicó esa misma transformación constante a las palabras y concluyó, por tanto, que la comunicación resulta imposible. A partir de ahí, dejó de hablar y se limitó a señalar las cosas con el dedo. Un performance que, sin duda, envidiaría cualquier artista contemporáneo.
En sus épocas más comunicativas, sin embargo, el gran Crátilo también afirmó que las palabras no provienen de una convención o acuerdo entre los seres humanos, sino que, al igual que las plantas y los animales, son una emanación de la naturaleza.
Me paro por otro tinto. Al regresar, Lulul me mira fijamente y maúlla. Justo hace poco, Cata me contó que los gatos solo maúllan con las personas. Eso sí que tiene magia.
Vuelvo a pensar en el viejo Crátilo y me imagino a mí mismo sin hablar, al menos durante un mes, señalándole, a cada tanto, toda clase de cosas a Cata.
Rosalía vuelve a mirarme desde las alturas de su palma y se queda así, como si fuera a decirme algo.
Me acuerdo entonces de una aplicación para el teléfono que prometía traducir los maullidos de los gatos a emociones humanas. También de la gente que asegura poder comunicarse telepáticamente con los animales.
Igual no sé… Creo que ya tomé suficiente tinto. Mejor me voy a duchar.