Primero nos encontramos con Marc en el pueblo y nos tomamos varias cervezas en una tienda, por el Instituto de Cultura. Luego me llama David, que anda visitando El Carmen con Ana y con los suegros, y no tardan todos en aparecer. El asunto es que ya están por cerrar la tienda y terminamos por ahí dando más vueltas de la cuenta, hasta que Ana y los suegros prefieren irse para el hotel. Cata, David, Marc y yo, por el contrario, nos quedamos afuera de Bohemia, dándole a una tapetusa que Marc acaba de conseguir.
Al rato aparecen unos amigos pitando y gritando desde un carro y nos invitan a su casa, en las afueras del pueblo. Quedamos entonces de ir al rato y, en medio de una intensa algarabía, los vemos desaparecer al final de la calle. Después de eso, Marc va por otra botella de tapetusa que, como suele suceder, parece vaciarse mucho más pronto que la anterior. A continuación, David también se va para el hotel y nosotros, en cambio, nos dirigimos al otro lado del pueblo. En el trayecto, hacemos una parada técnica para tomar cerveza en El Paraíso, y luego, cuando las calles del pueblo se agotan, seguimos avanzando en plena oscuridad, por la carretera que va para Rionegro.
Jorge nos espera en la portada. Al entrar, vemos a Yenny, Aníbal, Catalina, Isabel y Alejandro, sentados en un kiosco, junto a una garrafa de aguardiente casi llena. Gritería total. Primer aguardiente. Más gritería. Risas. Música. Segundo aguardiente.
De repente, en el corredor externo de la casa, veo una mesa de billar. La verdad, hace tiempo que quería jugar. Incluso es raro que no lo haya hecho. Aunque no… De pronto no es tan raro. La costumbre suele ser una fuerza poderosa y cuando uno de pronto la pierde, se requiere una especie de voluntad desmedida y algo absurda para romper las nuevas inercias que se han ido formando.
Cuando menos pienso, ando quitando la funda de la mesa. Me tomo un aguardiente, escojo un taco y ensayo mi primer tiro… Como era de esperarse, nada del otro mundo. Con todo y eso, siento como si acabara de regresar a una época en la que podía pasarme horas y horas metido en los billares. Muchas veces, de hecho, perdía la noción del tiempo y, al salir a la noche fría, el efecto del trago me pegaba de golpe y mis pasos terminaban pesando mucho más de la cuenta, hasta convertir cada calle en un abismo interminable.
Por más que lo piense, resulta imposible saber dónde jugué billar las primeras veces. Yo diría que simplemente por ahí. Para eso había suficientes mesas regadas por todas partes y, sin uno darse cuenta, iba aprendiendo todo tipo de jugadas. Además, en cada tacada, sentía como si hubiera crecido de golpe y viviera, finalmente, la vida de verdad. Esa vida de tangos y boleros, llena de alcohol y de cigarro, que se endulzaba de vez en cuando con el perfume de las escasas mujeres que revoloteaban por el ambiente.
Yo diría que más o menos a los catorce años, el plan de jugar billar se convirtió en algo más programado. Probablemente, después de que un amigo llamado Tobón pasara unas vacaciones en Turbo trabajando en el almacén de un tío y regresara hecho un verdadero perro. Y no era ninguna casualidad. Después de todo, en la pared de su casa colgaba un tapiz con una pandilla de perros que jugaban billar, entre tabacos humeantes y finos vasos de whisky.
En esos días, con los amigos de La Villa, solíamos bajar por la canalización hasta llegar al parque de Belén. Al principio, durante meses, fuimos mucho a un billar pequeñito que olía a berrinche, en el que nunca faltaban los borrachos que se quedaban dormidos con la cabeza ensurullada entre los brazos, encima de cualquier mesa.
Sobra decir que para nosotros eso era lo máximo: algo así como un sello incontrovertible de calidad. Si no estoy mal, además, ese sitio se llamaba Los Sauces.
Con el tiempo fuimos descubriendo más billares. Unos más elegantes, otros más decadentes. Y al parecer, en medio de esos dos extremos, uno terminaba por adaptarse a cualquier sitio. Como si por algún motivo mágico, uno pudiera sentirse cómodo y feliz, prácticamente en todas partes.
Mientras los demás cogen sus tacos, me sale un tiro perfecto: una carambola a dos bandas que llega con la velocidad justa y deja servida la siguiente tacada. Al verla, siento como si acabara de recobrar un poder olvidado. Luego ensayo una jugada a tres bandas, y aunque mi tiro pasa rozando, no logro pegarle a ninguna bola.
—Gol —habrían dicho algunos.
Aníbal y Jorge y Marc ya están parados junto a mí. Nos tomamos otro aguardiente y, en cuestión de segundos, el mundo entero empieza a darme vueltas. Mi primer tiro oficial, sin ir más lejos, es un completo desastre. El segundo también. Para colmo, siempre dejo servida la siguiente carambola.
—Dejá de pagar —escucho a mis espaldas.
Así que bueno: mucha emoción, mucha nostalgia y toda la cosa, pero debo reconocer que no estoy en condiciones. Más bien voy a llamar a Tobón para que venga en estos días y nos juguemos un chico en el pueblo. Y mejor de una vez. Antes de que se me olvide. Al paso que voy, además, puedo terminar dormido, con la cabeza ensurullada entre los brazos, encima de cualquier mesa.