En plan de chicas

Uno empieza a escribir de golpe, a partir de algo muy vago que viene dándole vueltas en la cabeza. En este caso, alguien que despierta o vuelve a ser consciente, sentado en las escalas de algún edificio. Casi como en un sueño, imagino un lugar similar a Carlos E. Restrepo: un segundo o tercer piso con espacios abiertos, sin ninguna ventana en los descansos. Afuera llueve y mientras el personaje mira extrañado a su alrededor, alcanza a sentir un viento frío.

Esa imagen de despertar extrañado, como si la realidad estuviera jugándole una mala pasada, es lo primero: lo que me viene dando vueltas en la cabeza desde hace un tiempo. Luego el personaje reconoce el entorno y recuerda que una amiga le prestó las llaves para quedarse a dormir ahí. Después de todo, ha estado demasiadas veces en ese mismo sitio como para dudarlo.

El asunto es que mientras más observa la puerta, a escasos pasos de él, descubre que tiene otra textura, otro color. Se equivocó, sin duda, de edificio. O de piso. Desafortunadamente, no logra recordar cómo llegó hasta ahí. Se encuentra demasiado alterado, distorsionado, sin fuerzas para moverse. ¿Acaso estará borracho, enfermo, drogado? Eso todavía no lo sé.

Después de ensayar un montón de porvenires posibles, me pregunto quién será esa persona y decido devolverme un poco en el tiempo para saber qué pasó en el transcurso de esa misma noche. Solo que por esas cosas raras de la vida, me termino devolviendo más de la cuenta, hasta que de pronto, después de muchas vueltas, aparece la imagen borrosa de un cuarto de hospital.

El otro asunto, además, es que después de haberme devuelto tanto en el tiempo (tal vez meses) ya no estoy tan seguro de hallarme en el pasado y, por el contrario, considero la posibilidad de estar vislumbrando una escena futura. Con todo y eso, tampoco estoy muy seguro de esa imagen. Además: qué aburrición los hospitales… ¿Por qué mejor no pensar en otra cosa?

Sigo dando vueltas y trato de olvidarme de la cuestión. Solo que cuando menos pienso, ya estoy buscando posibles conexiones entre el suceso de las escalas y la imagen borrosa del hospital, donde, al parecer, alguien despierta sin recordar nada.

¡Un momento!, me digo de repente a mí mismo. ¿Acaso no se trata de dos eventos demasiado similares? ¿No tendré, así sea un poco, más de imaginación? La respuesta, desafortunadamente, llega enseguida: NO. Cuando, de pronto, mi gran solución es decidir que se trata de dos personas distintas: una en las escalas, otra en el hospital.

Poco después, vuelvo a pensar que son una misma persona. Luego vuelvo a pensar que son dos y así sucesivamente. Lo único seguro, por el momento, es que la persona de las escalas es un man. Y entonces se me ocurre que sí: que definitivamente son dos personas distintas y que la del hospital, en cambio, es una chica. Luego sigo dando vueltas, hasta que en un giro inexplicable resulta que ambas son chicas de 17 años y que cada una tendrá su propia voz.

Entonces pienso: ¿de verdad quiero complicarme tanto la vida? ¿No me había dicho a mí mismo que iba a buscar una sola voz que me saliera de la manera más natural posible? ¿En qué quedamos entonces con mis distintos yos? ¿Me complico o no me complico? A continuación, tiene lugar una especie de votación interna, entre mis distintas facciones y, al final, como suele ocurrir, le terminan llevando la contraria a mi voz principal.

Al igual que en Las ruinas circulares, se trata de ir soñando poco a poco a alguien. Y no tanto pelo por pelo, ni a partir de un corazón que late en el vacío, sino más bien de imaginar una presencia fantasmagórica (como todas las presencias hechas de palabras), que luego cada lector se encargará de ir completando hasta insuflarle algo de vida.

Tras noches y días envuelto en distintos sueños, descubro los lugares que ambas chicas habitan y comienzo a seguir sus pasos. A una, por ejemplo, acaban de echarla del colegio. Sin embargo, todavía no le ha contado nada a su mamá y sigue saliendo cada mañana como si en verdad fuera para clase. Vive por la iglesia de la América y se llama Catalina.

Después de varias noches procurando soñar a la otra, descubro que viene de algún pueblo del norte de Antioquia. Luego, como si mirara a través de una bola de cristal, la veo venir en bus para Medellín, donde vivirá con su tía en el barrio Florencia. Todavía no tiene nombre. Lo único que sé de ella es que algo terrible acaba de sucederle a su familia.

Por el momento, me concentraré en las voces y en dibujar a los personajes. Además, como debo ahorrar un poco en imaginación (no vaya a ser que se me agote), decido algo muy sencillo: ambas chicas se conocerán en un validadero y harán los últimos dos años del bachillerato en tan solo seis meses.

Todo este ensueño de búsqueda no deja de ser algo confuso y, para transitarlo, hay que saber pensar en varias direcciones a la vez. De lo contrario, resultaría imposible entender que la historia (que algunos llaman también argumento) es lo más importante de todo, pero que al mismo tiempo es una simple excusa para plasmar otras cosas que, de momento, ni siquiera aparecen en el horizonte.

Y bueno… La verdad, me interesa dejar un pequeño registro sobre esto, antes de que las huellas se pierdan entre las numerosas consideraciones pasadas, presentes y futuras y entre un sinfín de formas laberínticas que no dejan de bifurcarse y abrirse y cerrarse: de aparecer y desaparecer y, en definitiva, de transmutar hasta que en nada se parezcan a lo que uno mismo pensó. O alguna vez soñó.

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