Oscuridad

No deja de ser extraño. Ayer pensamos en ir hoy al Santuario y, a primera hora de la mañana, justo apareció un amigo a traernos unas cosas y resultó que también iba para allá. Por eso llegamos mucho más temprano de lo esperado y creímos que el día se nos iba a hacer demasiado largo.

Primero caminamos un montón. Dimos vueltas y vueltas por el pueblo. Luego nos fuimos para la cancha y nos comimos dos paquetes de empanadas recién salidas de una paila callejera, viendo el segundo tiempo de un partido. Después fuimos a la plaza de mercado, cruzamos la quebrada por el puente viejo, estuvimos por los alrededores del parque, volvimos a cruzar la quebrada por otro puente de más abajo y, apenas el sol se volvió insoportable, nos metimos a tomar cerveza en una cantina frente a la plaza de mercado.

Y claro. Ahí sí se pasó rápido el tiempo. Y cuando fuimos a ver, ya iba a salir el último bus de regreso. A duras penas alcanzamos a comernos un par de sandupas y montarnos en la banca de atrás.

La carretera anda muy parecida a todas las demás destapadas de la región. O sea mala. Y así se trate de un bus gigante, solo puede avanzar despacio. Muy despacio.

El bus nos dejó en la tienda donde termina el recorrido. Allí se acaba Rivera y comienza La Aurora. Sigue siendo el mismo camino. Solo cambia el nombre de la vereda. Y también el municipio.

El bus del Carmen ya estaba ahí esperando. Casi todos los pasajeros hicieron trasbordo, mientras que nosotros, por una de esas cosas raras que nadie entiende, decidimos caminar.

Al principio había sol. Luego nos tocó un atardecer naranja, lleno de nubes dispersas, escalonadas en lo más alto del cielo. Más adelante, vimos las torres de energía en la punta del cerro y nos desviamos por un camino que sube hacia allá. La pendiente se fue poniendo más y más dura y, poco después, al llegar al primer filo, ya se veían las luces de Rionegro a un lado y las del Carmen al otro.

Una vez arriba, el camino bordea la reserva de bosque que cuida las aguas del cerro. A duras penas habrá dos o tres casas en todo el recorrido. No se ve absolutamente nada. Solo hay charcos y barro y huecos pantanosos que, sin embargo, alcanzan a mostrar un leve reflejo casi fantasmal.

Seguimos de largo al pasar la carretera que baja por el Quemao y, más adelante, atravesamos el acueducto de Viboral, sobre varias hileras de bultos blancos llenos de arena. Todo anda tan mojado que muchos de ellos se hunden al primer paso.

Como si fuera poco, empiezan a aparecer perros grandes y furiosos. Entre ellos un Dóberman que nos hiela la sangre.

Con las piernas casi anestesiadas, llegamos finalmente al otro lado del cerro y empezamos a bajar por un potrero entre dos alambrados electrificados que a duras penas alcanzaban a verse.

En medio de un sinfín de luciérnagas, paramos a descansar. Nos quedamos viendo las luces lejanas del valle, sin dejar de preguntarnos qué clase de ideas cruzaban por nuestras mentes al momento de dejar ir el bus.

Y lo loco es que, por lo general, no hay ninguna respuesta a ese tipo de cosas. El rastro de las ideas ya se ha perdido para siempre, y uno simplemente andaba pensando en cualquier cosa. O en nada. Lo mismo da.

Mientras tanto, no nos queda más opción que seguir arrastrando las piernas. Como si, a partir de ahora, el cuerpo ya pensara por su cuenta y se encargara de llevarlo a uno de regreso sin necesidad de reprocharle nada.

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