Narradores

Siempre me han llamado la atención los narradores impacientes. Y no me refiero solo a los libros, sino también a las conversaciones de la vida real. La impaciencia es divertida, concreta, no tiende a extenderse demasiado, ni a irse entre las ramas, ni mucho menos a ensimismarse.

En los libros, de hecho, no abundan los narradores impacientes. Lo más común es justo lo contrario. Narradores que parecen tener todo el tiempo del mundo y que para contar cualquier cosa terminan hablando hasta de cuando eran niños.

En ese sentido, la escritura vuelve a parecerse demasiado a la vida real. Como las veces que uno se sienta por ahí en cualquier sitio y le toca junto a alguien que no para de hablar. O lo que viene siendo lo mismo: alguien que no tiene filtro para saber qué contar y qué no, y que empieza diciendo algo y luego termina en cualquier otra cosa.

Y es que al momento de narrar, tal vez ese sea uno de los aspectos fundamentales. Porque hay gente que se pierde en detalles nimios, en un sinfín de asuntos que no interesan en absoluto y, para colmo, cuando llegan a lo verdaderamente importante, apenas lo mencionan de pasada.

En las conversaciones, en cambio, la edad influye demasiado. La gente joven es rápida, concreta y, por lo general, no le interesa andar dándole tantas vueltas a las cosas. Con el paso de los años, por el contrario, se nota cómo las conversaciones empiezan a girar en espiral. Las cosas se repiten de pronto más de la cuenta y comienzan a abarcar asuntos que, tiempo atrás, no tenían la menor importancia. Como si, en cierta forma, además, las personas terminaran pensando cada vez más seguido en voz alta.

Y no es que haya una forma mejor que otra. De hecho, cada una tiene su lógica. Y su encanto. Aunque hay extremos. Claro. Como contar la cambiada de un bombillo o la técnica desarrollada a través del tiempo para abrir de manera más fácil un candado.

Sea como sea, las conversaciones son un misterio. De lo contrario, sería imposible hablar durante horas y horas. De alguna manera, es como si todos aceptáramos entrar en un territorio loco y reaccionáramos al primer impulso de todo lo que va surgiendo, sin tener que pensar demasiado. O nada.

Para probarlo, bastaría con grabar una conversación entre amigos y luego escucharla con los cinco sentidos en frío. Sin lugar a dudas, todo sonaría de lo más absurdo e incoherente.

Por eso es tan divertido pensar que, muchas veces, uno mismo es esa persona que otros se encuentran por ahí, cuando se sientan en cualquier parte y terminan oyendo a alguien que habla sin parar de cosas que realmente no importan. Y que encima se repite y divaga y se pierde y navega feliz por las palabras, sin el más mínimo rumbo.

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