Somos siete. Juntamos dos mesas en la esquina de afuera del Paraíso y pedimos dos litros de cerveza.
Después de un rato, Cata y yo sacamos unas gotas de marihuana que nos regalaron hace unos días y que supuestamente sirven para los dolores. Son oscuras. Espesas. Y aunque nadie más quiere, Cata y yo nos tomamos dos cada uno.
Hora y media después, no hay señales de ningún efecto, así que nos tomamos otras dos. Siguen nuevos litros de cerveza y, entretanto, se desgaja el aguacero más bestial. Luego escampa por un instante y los amigos aprovechan para coger camino hacia El Retiro.
Cata y yo pedimos otro litro de cerveza y, en algún momento, de puro ocioso, me da por tomar más gotas. Solo que esta vez, cargo el tubito del gotero hasta arriba y me lo suelto entero debajo de la lengua. Cata se queda atónita ante semejante exageración. Pero le digo enseguida que no hay problema. Que esas gotas no hacen nada. De lo contrario, ya nos habríamos dado cuenta.
Pasada la medianoche, el frío ha bajado bastante y caen apenas unas goticas insignificantes. Pagamos entonces la cuenta y vamos al parque a comer torta de carne. Después cogemos un taxi.
Al llegar a casa nos dormimos, y todo normal. Hasta que, de pronto, me despierto sobresaltado en medio de la noche. Acelerado. Angustiado. Distorsionado. Con los nervios a mil por hora, como una máquina a punto de fundirse. Solo que en lugar de estar recalentado, siento frío. Mucho frío. Tengo mareo. Y vértigo.
Me paro, camino, me siento, me acuesto, prendo la luz del nochero. Desafortunadamente, no consigo hallarme en ninguna posición.
Por un momento alcanzo a creer que volvió a darme el virus. Luego recapacito, miro a mi alrededor y pienso que hace demasiado tiempo no sentía algo así. No sabría precisarlo bien, pero de pronto, una vez, cuando tenía por ahí 16 o 17 años y me comí una torta de bareta con unos amigos y todos terminamos desparramados como fichas de dominó en algún corredor de la Villa de abajo durante horas.
Y al parecer no aprendo. Que es lo peor de todo. Con la gran diferencia, de que en este caso, no consigo dormir. Todo lo demás, en cambio, es demasiado similar. Sudor frío, distorsión absoluta de la realidad, desvanecimiento. Y, mientras tanto, pensamientos que rebotan entre mi cabeza, como sueños de los que no logro escapar.
Tanta incoherencia, sin embargo, tiene la particularidad de girar siempre en torno a lo mismo. Una especie de regaño general. Un delirio tremendamente negativo. Absoluto.
Trato de calmarme. Y aunque no tiene sentido que algo como esto suceda tantas horas después de haberlas tomado, tuvieron que ser esas gotas.
Me muevo para un lado, me muevo para el otro. Vuelvo a pararme. Camino. Regreso a la cama. Para entonces, Cata acaba de abrir los ojos y me mira con extrañeza. Alcanza a decir que me veo demasiado pálido y, al ver que no modulo palabra, se para a prepararme una bebida caliente con panela.
Todo da vueltas. Ya ni siquiera puedo cerrar los ojos.
Cata regresa con la bebida y la pone sobre el nochero. Los sorbos me cuestan, como si no estuviera diseñado para tragar ninguna clase de líquido. Dejo entonces prendida la luz del nochero y me quedo acostado, mirando para arriba.
Solo queda esperar. Tuvieron que ser esas gotas. O, por lo menos, esa es la idea que trato de inocularme. En algún momento, tendré que volver a la normalidad. A menos que me muera, claro. En ese caso, las cosas ya serían muy diferentes.