El exorcismo

Tenía por ahí once o doce años cuando me prestaron el primer casete de metal. De hecho, no creo que fuera uno solo porque recuerdo varios a un mismo tiempo: Iron Maiden, Slayer, Metallica y una extraña banda que nunca volví a ver, llamada Demian.

Con los días llegaron también Exodus, Overkill, Sodom, Destruction, Kreator, Venom, Hellhammer, Celtic Frost, Bathory, Death y otras tantas bandas, cada vez más pesadas y extremas. Porque esa era justamente la lógica: que mientras más bullosa y salida de los cánones habituales resultara la música, uno era más feliz.

La mayoría de los casetes no es que estuvieran muy bien grabados. Todo lo contrario. Eran algo así como la copia de la copia de la copia de la copia de los dos o tres discos originales que existían en Medellín. Y aunque, claro, había discos más escasos que otros, lo increíble era que en medio de tanto ruido uno iba afinando el oído hasta convertirse en un experto, capaz de distinguir chatarreos indistinguibles.

A los trece años, uno de mis casetes más reputados era El Exorcismo, de la banda italiana Bulldozer. Y no era para menos. Empezaba con una suave música de cuerdas y unos cantos de abadía de sonido ancestral. Luego seguía una voz grave de ultratumba que comenzaba a recitar palabras en latín y, poco a poco, se iban oyendo gritos demoníacos que se mezclaban con las súplicas de un alma atormentada. Hasta que, de golpe, todo empataba con una guitarra distorsionada, seguida de una batería frenética y de una voz que no difería mucho de los gritos demoníacos.

Por esos días, casi todos mis amigos pasaron por el ritual nocturno de apagar las luces en algún cuarto y prender velas, antes de experimentar el exorcismo en vivo y en directo. Sonidos tan vedados y enigmáticos que realmente parecían proceder de una dimensión oscura, que se conectaba de manera secreta con este mundo.

Llegó el día en que un amigo me llamó a contarme que acababa de conseguir el disco original (The Exorcism) y se ofreció enseguida a grabármelo. Recuerdo que salí disparado para la 80, cogí un Circular Sur hasta Campos de Paz y que luego bajé a pie hasta Campo Amor, poseído por la emoción y la expectativa.

La carátula no me decepcionó en absoluto. Unas escalas en piedra, cubiertas de cirios rojos encendidos, conducían a un pequeño recinto, también de piedra, donde un cura con sotana empuñaba una cruz frente a un personaje puesto de rodillas y vestido de capa oscura.

Las primeras notas, sin embargo, me sonaron muy similares a ciertos discos de música clásica. Después empezaron las palabras en latín y los gritos demoníacos, pero encontré algo excesiva su claridad. Demasiado producida. Demasiado calculada. Y ni hablar de las guitarras. Completamente distintas a las que conocía. Sonaban a Black Sabbath, con un poco más de distorsión. Y por último, cuando el ritmo se tornó frenético y entró la voz, la banda se me hizo similar a Venom.

Durante un tiempo, alterné ambos casetes. Sin embargo, siempre preferí el original. Lo más pesado, auténtico y tenebroso que hubiera escuchado hasta entonces.

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