Paseo

La segunda vez todo se repite de manera exacta. La pequeña fila en la entrada del coliseo. Los que tienen cita. Los que no. Los que hacen fila normalmente. Los que pretenden colarse de la forma más descarada. El celador que responde todo tipo de preguntas, mientras se encarga del ingreso de las personas. Tampoco faltan los que aparecen a preguntar algo y terminan contando una historia requetelarga como si no hubiera nadie más esperando turno.

Dentro del coliseo, vuelven a escribirnos un número en la mano con marcador y nos hacen esperar primero en la tribuna. Al igual que la otra vez, resulta llamativo que el encargado de la logística pretenda dirigir cada uno de los movimientos de los presentes. Muévase así, siéntese aquí, haga esto, haga lo otro. Por un momento, parecemos en una especie de instrucción militar. O incluso carcelaria.

Es obvio que el hombre se toma su papel más en serio de la cuenta. Tal vez por eso, nos apura de repente para que bajemos al área de vacunación, como si estuviéramos a punto de salir del monte a un descampado, donde nos espera un helicóptero a punto de despegar. Obviamente todo el mundo lo mira extrañado. Nadie entiende el afán. Ni las órdenes tan directas y específicas para un hecho tan simple como bajar a sentarse en un silla a seguir esperando.

Llega por fin el momento de ser atendidos. Las enfermeras son pacientes, amables. Documento va, documento viene. Firma por aquí, carnet por allá y, por último, un chuzón que a duras penas siento. Queda luego sostener el algodón contra el antebrazo, esperar una posible reacción estrambótica por parte del cuerpo, reclamar de nuevo los documentos y finalmente partir.

Salgo a tomar fotos por los alrededores del coliseo. Mucho grafiti. Demasiada luz. Cruzo luego el puente y me voy a andar por el Centro de Rionegro, convertido en una especie de turista local. Y aunque no ando buscando sitios históricos ni nada por el estilo, paso de pronto frente a la casa de la Convención, donde se firmó la Constitución Nacional que rigió desde 1863 hasta 1886. Eso sí, con cientos y cientos de cambios de por medio, como suele suceder cuando se cree que basta con cambiar las leyes para transformar por completo la realidad.

En ese entonces, la Confederación Granadina pasó a llamarse Estados Unidos de Colombia. Una nación compuesta por nueve Estados que gozaban de total autonomía para dictar y administrar sus propias leyes y para montar su propio ejército sin tener que rendirle cuentas al Gobierno Central.

Gracias a esa Constitución, se consolidó la separación entre la Iglesia y el Estado, se proclamaron numerosas libertades individuales y se le concedió el derecho a cada ciudadano a portar y a comerciar con armas. Curiosamente, también se abolió la pena de muerte.

La verdad, no tengo ganas de entrar. Aun así, me asomo por pura curiosidad y me topo enseguida con un par de señales, sobre los barrotes de una falsa ventana: Prohibidas las bicicletas y prohibidas las armas. Por lo visto, eso es todo lo que hay que saber antes de entrar.

Y quién sabe. A lo mejor se cansaron de tener que repetírselo a la gente.

Tanto ciclista inconsciente. Tanto matón por ahí suelto.

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