Uno cree que ya, que por fin está al otro lado. Pero resulta que no. Y cuando menos piensa, los síntomas del virus regresan como si fueran una nueva estación del cuerpo de la que resulta imposible escapar. Siempre parecidos. Nunca idénticos.
En la mañana del domingo, desde que me levanté, sentí el aire medio raro, falto de liviandad. Algo tan sutil que ni siquiera estaba muy seguro. Desafortunadamente, en cuestiones de aire, la simple sospecha es ya de por sí una prueba.
Catalina había bajado a Medellín a ponerse la segunda dosis de la vacuna y solo regresaría al día siguiente. Así que decidí pasar el día tranquilo. Preparé comidas sencillas, me senté a ratos en el corredor de afuera a ver el paisaje, jugué con los gatos, leí todo lo que se me atravesó y finalmente, al caer la noche, me quedé viendo los Olímpicos que ya más bien parecen una droga que lo anestesia a uno.
Pasada la media noche, alcancé a quedarme dormido bocarriba dos o tres veces. Y digo alcancé porque ahí mismo me despertaba con mi propio ronquido. Algo así como una apnea leve que ya me daba malos presagios. Lo más extraño, además, era que a pesar del frío, sentía cada vez más calor.
Vueltas y vueltas en la cama. Almohada encima, almohada de lado, almohada debajo… En algún momento, consigo dormirme bocabajo y me pierdo a mí mismo de vista. Desaparecen las sensaciones, los pensamientos. Seguramente ronco, seguramente sueño, y todo parece ir muy bien hasta que me despierto sobresaltado. Como si alguien hubiera intentado ahorcarme en medio de la noche.
En realidad, el aire se me acaba de cortar. Tengo demasiada congestión en el pecho. Estoy por fuera de la cobija. Sudo un montón.
Los gatos se levantan conmigo a inspeccionar la noche. Me tomo dos vasos de agua en la cocina y recorro la sala algo desconcertado, como si buscara algo que se me acaba de perder. Me aclimato, dejo de sentir calor y regreso de inmediato a la cama.
Cero sueño. No quiero ni mirar la hora. 2:14 de la mañana. Lo más insólito de todo: cuando flexiono las rodillas, las siento palpitar contra el edredón.
A continuación, dejo la lámpara del nochero encendida y pongo otra vez los Olímpicos, como si el sueño hubiera sido apenas una ilusión dentro de otra ilusión o un simple parpadeo.
Natación. Clavados. Salto triple. Lanzamiento de disco. Equitación. Nado sincronizado. Golf. Gimnasia. 100 metros vallas. Lo más parecido a pasar canales sin necesidad de pasarlos. Con todo y eso, le encuentro cada vez menos sentido a tanta actividad. Preferiría mil veces dormir.
Me paso a Better call Saul. Hace dos o tres años que no veo la serie y, como la cuenta de Netflix es compartida, todos los capítulos ya me aparecen como vistos. No recuerdo tampoco en qué temporada voy y no tengo más remedio que ir repasando sinopsis tras sinopsis. Y aunque ninguna me dice mucho, termino decidiéndome por un capítulo cualquiera.
Logro dormirme como por arte de magia. Luego vuelvo a abrir los ojos y me felicito por haber llegado sano y salvo al nuevo día. Pronto descubro, sin embargo, que la claridad solo proviene del televisor. Me siento cansado. Vuelvo a dormirme sin ningún esfuerzo.
Abro de nuevo los ojos y me encuentro con los verdaderos destellos del alba. Me doy por bien servido y me quedo mirando hacia la ventana. Los colores del mundo van cambiando mucho más pronto de lo esperado. De repente, hay rayos de sol.