Tiro con arco, dobles mixto. En cualquier ronda, tire quien tire, siempre termino apoyando a una de las dos parejas. A veces por el país al que pertenecen, otras por un simple gesto que me genera simpatía, otras porque van perdiendo. También por la actitud o por la pinta. En ocasiones, ni siquiera sé por qué. Sucede incluso que llego a cambiarme de bando.
El blanco está ubicado a setenta metros de los arqueros. Tan lejos que la flecha no va en línea recta, sino que describe una especie de parábola. Aunque, claro, eso apenas logra verse en unas pocas repeticiones en cámara lenta que aparecen de vez en cuando.
La mayor parte del tiempo, por el contrario, uno es víctima de un procedimiento bastante cinematográfico, en el que se alcanza a ver primero la cuerda templada contra la nariz, el labio o el cachete del arquero y, luego, el instante en que la flecha aparece clavada lo más cerca posible del blanco.
El centro del blanco da un puntaje de 10 que va bajando de 1 en 1 a medida que la flecha se aleja hacia los demás círculos dibujados en la diana. Los competidores casi siempre dan en el 9. También le pegan bastante al 10 y al 8. Los 7 resultan toda una decepción. Y ni hablar de un 6. Un desastre total.
Lo que para uno es un simple programa de televisión que dan cada cuatro años representa, en realidad, cientos y miles de vidas con cientos y miles de horas de entretenimientos y de esfuerzos inimaginables detrás. Y obvio que es obvio. No habría siquiera que aclararlo, sino fuera por la actitud medio extraña que uno termina mostrando a medida que avanzan las rondas.
En primer lugar, todos los competidores hacen las cosas tan bien que al final casi parece que las cosas fueran fáciles. Además, aunque uno intuye la dificultad y admira la destreza, al mismo tiempo se sorprende despreciando pequeños errores que en cualquier otro contexto serían insignificantes. En este caso, sin embargo, parecen definirlo todo.
En cierta forma, uno no puede comportarse de otro modo. Por un momento, no es más que un simple televidente que se deja arrastrar y va saltando de ronda en ronda y de competencia en competencia y de deporte en deporte hasta perder la perspectiva y termina convertido en un espectador ultra exigente que condena las fallas más mínimas, sin dejar, en todo caso, de ilusionarse y desilusionarse, de forma trivial y pasajera, con lo que está sucediendo en pantalla.