Todos los buses del Carmen bajan a Medellín por la autopista que, a diferencia de otras vías más ágiles, suele imitar el caos de la ciudad con varios kilómetros de antelación.
A veces siento que voy llegando a una gran ciudad de la India, donde miles y miles de motos se abren paso entre interminables filas de carros, mientras una infinidad de casas y de barandas y de escalas se pasan las unas por encima o por debajo de las otras hasta formar una amalgama de geometrías imposibles que consiguen replicarse a lo largo y ancho de la ciudad.
Bajo en la estación Acevedo para ahorrarme algo de tráfico hasta la terminal y cruzo el puente entre los últimos tonos del atardecer. Las primeras luces del alumbrado público flotan ya como soles diminutos. Calles y calles en direcciones desiguales desaparecen en medio de la montaña. Casas paradas en las pendientes, apoyadas sobre sencillos pilotes de madera. Tugurios de tablas recicladas. Cartones. Latas. Láminas sintéticas.
Las filas para el metrocable son tan largas que bajan hasta la plataforma del metro, donde también hay un gentío considerable. Con todo y eso, el metro se tomó el trabajo de pintar coloridas huellas en el suelo de los vagones para indicar la distancia que deben mantener los pasajeros. Supuestamente, claro. Porque, en la realidad, por fuera de los relatos de ficción, no hay más opción que apretujarse y pelear el más mínimo espacio. Para colmo, las bocinas de la plataforma, en una especie de broma de mal gusto, proclaman a los cuatro vientos la tal distancia social.
Salgo finalmente a la brisa fresca del puente de Industriales, donde los últimos colores del día apenas se adivinan en el cielo. Por un instante, me quedo viendo las luces de la ciudad en todas las direcciones y disfruto del espacio abierto. Gente por todas partes. Muchísima gente.
Al llegar al metroplús, me encuentro una fila sumamente larga que alcanza a llenar tres vagones antes de que yo consiga entrar. Todos somos miradas resignadas. La mayoría imbuidas por pantallas diminutas que conducen a otra dimensión. Nos convertimos en ausentes. En espectros-robots.
En medio de semejante paisaje, nadie imagina que voy contento. Muy pronto bajaré en La Palma, caminaré unas cuadras por la 80 y me veré en La Villa con los amigos de toda la vida. Hace rato no coincidimos. Años, de hecho.
Hoy, finalmente, se alinearon las estrellas.