Dinamarca. Un neonazi llamado Adam sale de la cárcel y, antes de reintegrarse por completo a la sociedad, debe pasar un tiempo como ayudante en una iglesia campestre.
La película empieza cuando el cura lo recoge en una parada de bus en medio de la nada y lo lleva a conocer su nuevo hogar y a sus dos nuevos compañeros: un ex-tenista requetegordo y un ladrón, no tan retirado, de aspecto árabe. Ah, y también el manzano que llena de orgullo a los moradores del lugar.
Es obvio que Adam desprecia al cura y a sus dos nuevos compañeros. Después de todo, solo se encuentra allí para cumplir con lo que dicta la ley. Y así, en medio de una actitud apática, se limita a colgar un retrato de Hitler en su habitación y a no dirigirle la palabra a nadie, creyendo que con ese proceder le bastará para que el tiempo pase sin mayores novedades y pueda al fin volver con los suyos.
Tras los primeros gestos peyorativos por parte de Adam, el cura solo le sugiere una cosa. Debe plantearse un propósito y, durante el tiempo que pase allí, encargarse de cumplirlo. Adam, sin pensárselo mucho, responde entonces que hará un pastel de manzana. Quién sabe por qué. Tal vez sea lo más sencillo que se le ocurre en ese momento. Algo que, al parecer, implicaría el menor esfuerzo posible de su parte.
A través del libro de Job, en el que Dios tortura a un hombre solo para probar su fe, la historia avanza en clave de una desconcertante parábola bíblica. Los personajes transitan sin cesar por los misteriosos caminos de una fe que consiste, más que todo, en negar la realidad de la forma más radical posible.
Una vez más, Mads Michelsen sobresale en el papel de un cura entrañable, provisto de un optimismo y una fe demenciales, que lo acercan al nivel de un santo, cuya cercanía propicia increíbles transformaciones en el prójimo.
Una película hermosa, filosófica, vital, que toma siempre por caminos inesperados y que guarda, en todo momento, un sentido mucho más amplio y profundo que el sinfín de locuras que la componen.