Hace años leí Moby Dick y desde entonces siempre lo he tenido, junto con Bartleby, como unos de mis libros favoritos. El asunto es que el tiempo pasa y los libros se me borran de una forma impresionante. Y eso que la historia de Moby Dick es de sobra conocida. Pero aparte de eso, salvo algunas cosas muy puntuales, solo me quedaba un recuerdo borroso. Más bien abstracto. Una especie de sensación general que resume las intensidades pasadas que me brindó el libro.
El otro día Cata se encontró un ejemplar de Moby Dick en una de las bibliotecas de Libros Barco. Gracias a eso ahora estoy a punto de zarpar con Ismael y Quiqueg en el barco del capitán Ahab, después de pasar el inigualable sermón del cura en clave marinera. Más allá de eso, sin embargo, es casi como si nunca lo hubiera leído. O más bien, como si ese recuerdo fantasmagórico, que aún guardaba, se superpusiera a cada tanto con esta nueva lectura y me ayudara a recordar características del mí mismo de antes, mientras el libro como tal no deja de leer al mí mismo de ahora.
Los grandes libros como Moby Dick tienen algo impalpable que los hace grandes y no es precisamente el virtuosismo ni la técnica. Tampoco lo novedoso ni lo originales que puedan llegar a ser. Se trata más bien de algo insondable que conmueve en lo más hondo y que, a través de las palabras, trasciende la aventura más increíble e incluso las palabras mismas.
De un tiempo para acá, sin embargo, parece que todo se redujera a la forma y al tal estilo, que nadie sabe definir muy bien. Todo es forma, se oye decir a cada rato. La forma es el contenido, repiten muchos. Lo importante es desarrollar un estilo, tener una voz reconocible, argumentan otros como si lo acabaran de pensar.
Y obvio que todo eso tiene su importancia. Solo que, por lo menos a mí, el hecho de que un libro esté supuestamente bien escrito no me alcanza para disfrutarlo. Puede que lo lea sin mayores contratiempos de principio a fin. Pero al terminarlo, si no tiene nada más que ofrecerme que su forma y su técnica, tengo la sensación de haber pasado frente a un bello cascarón vacío y, apenas cierro el libro, quedo como en signo de pregunta: ¿Y?
Luego, todo lo que acabo de leer, se desvanece al instante. No queda ninguna sensación. Ningún recuerdo. Nada.